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Música y Juventud

March 9, 2015 Federico I. Compeán
Foto: Fuente

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Somos conscientes de nuestra edad. El mundo está encargado de recordarnos mediante mensajes sutiles, y otros no tanto,  de la etapa en la que nos encontramos. Hay indicaciones; sin embargo, cuyo peso se siente más que otras.

Los achaques de la edad, el cansancio, el metabolismo lento, los patrones de salidas nocturnas, etc. Más entre todos ellos hay uno que hace resonar los ecos del tiempo de forma muy particular: el toparse con gente más joven que uno. No hay nada más efectivo en recordarnos el tiempo que ha transcurrido en nuestra vida como observar a otros en una etapa previa a la que nos encontramos.

Dependiendo del tamaño del abismo generacional y los complejos propios, esto puede ser refrescante, aterrador o mayormente irrelevante. Nuestra empatía con esas personillas menores también depende en gran medida de cada quién; pero los sentimientos de nostalgia mal direccionada suelen ser comunes.

Recuerdo particularmente hace algún tiempo en la fiesta de cumpleaños de un amigo algunos años menor (edad en dónde algunos años todavía representan una brecha considerable) cómo al observar el frenetismo de su festejo y la algarabía que representaba llevar la borrachera hasta las últimas consecuencias me sentí tanto extrañado como nostálgico. El festejo continuó y terminamos en la residencia de uno de sus amigos. Ahí, al avanzar la madrugada se fueron agotando los últimos indicios de inhibiciones y limites; complementados obviamente por la incapacidad de acción y decisión que el alcohol (catalizador primario de estupideces) permite. En la confusión de la noche y bajo el velo de la música observé como una pareja entró torpemente a una habitación al tiempo que hacían evidente la tensión sexual entre ellos. Fue en ese momento que me pegó.

Sentí por un instante que ese tipo de noches, ese tipo de actitudes y comportamientos se encontraban años atrás. La intencionalidad y significancia de eventos como aquel eran inconcebibles a estas alturas. No sentía ni aversión ni deseo a ejercer la peculiar libertad de aquella pareja alcoholizada; pero si sentí un leve vacío existencial. Ese que deja un hueco ínfimo, pero necesario para reacomodar el resto de mis preocupaciones (in)trascendentales.

Me quedé un momento en silencio imaginando lo que pasaba por la mente de esos compañeros de vida más jóvenes y, saboreando mi bourbon con coca, me quede pensativo mientras escuchaba las risas de un trío de borrachos intentando cocinar un “almuerzo” en la cocina integral de aquel departamento.

En ese momento, como si el mismo espíritu del tiempo fuera el Dj, comenzó a sonar Afterhours de We are Scientists. El hilo conductual de mis reflexiones de fiesta se cortó de tajo y el collage de emociones que sentí en ese momento alteró de forma importante la percepción temporal de mí ser.

De toda esa aglomeración de sentimientos el primero que pude identificar fue una necesidad absurda de renunciar a toda ilusión de madurez y autodestruirme mediante un frenético esfuerzo de elevar el nivel de la fiesta en estas primeras horas de la madrugada.

Antes de que esa negación de mi edad se asentara, la siguiente emoción identificada tenía que ver con una justificada nostalgia al escuchar una canción que evocaba recientes (pero pasadas) etapas de desentendimiento y ligereza similar a la que vivían los asistentes de esta fiesta. Ayudaba, por supuesto, la temática y pegajosidad de la canción. Time is nothing… repetía una y otra vez el coro de aquel sencillo.

¿Es realmente nada? ¿Será acaso que mi renuencia y mis consideraciones “maduras” son tan solo una necedad propia construida de los escombros de nuestra sociedad de referencias temporales?

Entre el resto de las emociones me encontré con ansiedad, ligeras ganas de bailar, un leve recuerdo de resacas anteriores y la añoranza de ser aquel joven que encontraba una pareja fugaz en su borrachera para enamorarse de ilusiones y despertarse en un desierto lejos de aquel oasis de espejismos.

La canción terminó y con ella disminuyó la inestabilidad de mi psique emocional. Entonces me di cuenta de una gran revelación. La música está hecha para jóvenes. No hay indicador más real de la edad que la desconexión de la sonoridad y letra de temas de otras generaciones. Los músicos son una irregularidad del cosmos; son voces inmanentes de la eternidad. Sus canciones hablan desde un anhelo de atemporalidad. Son suplicios de juventud, de futuros no escritos, de potencialidad existencial.

Esos sonidos y esas líneas dejarían de tener sentido en algunos años.

Time is nothing…. 

No one has the guts to shut us out…  

Say that you’ll stay… 

We are all right were we supposed to be… 

Entendí entonces que a partir de esa noche, esa canción le hablaría únicamente a una dimensión inexistente de mi ser. A un instante cuyo último aliento de existencia lo dio tras finalizar ese trago de bourbon con coca.


Sobre el autor:

Federico I. Compeán R.

Ingeniero mecatrónico, escritor, filósofo y demás otras actividades clasificatorias que hablan poco del individuo y mucho del entorno en el que se desenvuelve.

Su labor reflexiva pretende reposicionar la filosofía como acto y ejercicio de vida; como crítica y acto creativo a la vez.

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Años y Apariencias

March 9, 2015 Federico I. Compeán
Fotografía: Fuente

Fotografía: Fuente

 

Vivimos constantemente obsesionados por la edad, por el tiempo y por los años. Medimos madurez, éxito, oportunidades y habilidad en base a la ilusión de los lustros y las décadas. Alimentamos nuestros propios prejuicios de apariencias temporales.

Justo el otro día asistí a un seminario para profesores en donde me vi rodeado de maestras con apariencia mucho mayor. Ahí estaba yo, sentado en silencio con mis lentes de pasta grande y mi expresión de un joven que apenas alcanzaría la mayoría de edad. Las marcas del tiempo se aprecian solo al ver detenidamente mi rostro y escuchar cuidadosamente mi voz.

“Disculpa, ¿tienes clase en este salón? Vamos a tener un curso para maestros.”

Estamos acostumbrados a dejarnos llevar por los espejismos de la edad.

“Soy profesor, vengo al curso”

Para cuando había pronunciado esas palabras hacía tiempo que la maestra había dejado de prestar atención. Se habla siempre del respeto a nuestros mayores; sin embargo, pocos considerarían que alguien menos experimentado que uno tuviera algo importante que decir o algo por lo que valga la  pena respetarlo.

“Mijito, si te puedo pedir si haces espacio aquí para la maestra, ¿puedes poner tu computadora en tus piernas?”

Uno se acostumbra a comentarios ingenuos y conclusiones erróneas. Sería estúpido negar la bendición maldita de mi apariencia juvenil. Volteé a verla con algo de extrañeza y desdén, haciendo caso omiso de su extraña petición.

“Si no te vas a salir, ¿podrías al menos pasarte a las sillas de atrás para darle oportunidad a los profesores que vienen al curso?”

Dicen que la poca paciencia es cosa de los jóvenes ¿no?

“¿Por qué insiste en que me salga? ¡Ya le dije que soy profesor!” – repliqué con cierto enojo y una expresión de decepción ante la falta de sentido común de la maestra, que si vamos en tono con el texto, ya se veía mayor.

“Ah… pues… bienvenido… se ve usted muy jovencito” – contestó avergonzada.

Mi apariencia era suficiente para asumir que no tenía por qué escuchar nada que saliera de mis labios, pero ¿acaso es mucho pedir el que las personas contemplen antes la ruta respetuosa en lugar de asumir alguna infundada superioridad por obra mágica de haber vivido algunos cientos de días más que uno?

¿Es acaso realmente meritorio el exhibir algunos años más de supervivencia en una sociedad dónde la esperanza de vida  nos indica que no es del todo complicado superar, con algo de suerte, los cuarenta años? Ni siquiera en los vinos la edad es símbolo inequívoco de mejores propiedades; ¿por qué entonces arrogantemente asumimos que los más jóvenes merecen menos respeto?

Ser un “traga-años” (término ya algo detestable) ha sido una experiencia agridulce de vida. De entrada he aprendido a lidiar con la ignorancia colectiva de la gente y la falta de imaginación de asumir que mi edad aparente tiene poco o nada que ver con mis habilidades intelectuales, mis dotes comunicativas, mi poder adquisitivo o mi sabiduría general sobre la existencia del hombre.

Cuando cursaba la preparatoria, tenía entonces la viva apariencia de un alumno de primaria o secundaria. Registré por ahí en cuarto o quinto semestre que diario, alguna persona ligeramente ignorante, pero con su dosis  de valentía social, se aproximaba a preguntarme mi edad. Lo anterior era hasta cierto punto gracioso y comprensible; sin embargo, a la fecha aún hay un eslabón que no he logrado conectar.

“¿Estudias aquí en la prepa? ¿Cuántos años tienes?”

En ese entonces mi respuesta era la esperada para un alumno regular de preparatoria: Dieciséis años, lo normal.

“Ah… entonces… has de ser bien inteligente.”

¿¡Qué!? ¿Bien inteligente? Así nada más, un salto de fe por medio de habilidades deductivas que hasta la fecha no logro entender. Si soy un alumno regular de edad normal, por qué mi apariencia joven tendría algo que ver con mi habilidad intelectual. Ah claro… porque en apariencia sigo siendo un niño de 10 o 12 años. Un superdotado sin duda. Debí haber montado algún estudio sociológico entonces.

Es lamentable. Vivimos en un mundo de apariencias, de credenciales ilusorias y de referencias vacías. A nadie le sorprende la relatividad del tiempo; pero aun así lo asumimos como árbitro absoluto de validación profesional, personal y emocional.

Lo anterior, por fortuna, es fácil de remediar. La cuestión es simple: No pasan los años, pasan las cosas.

Así es. Muchas de las referencias temporales son consideraciones bastante ridículas si las observamos con detenimiento. ¿Por qué agrupamos niños en salones por edad y no por habilidades? ¿Por  qué hacemos todos los propósitos en año nuevo y no cuando finalizamos o cumplimos los anteriores? ¿Por qué celebramos años y meses con nuestras parejas como si se tratará de alguna prueba de resistencia y no conmemoramos reconciliaciones y momentos valiosos juntos? ¿Por qué esperamos al último cuarto de nuestra vida para disfrutar de ésta y retirarnos? ¿Por qué elegimos lo que queremos hacer profesionalmente durante 40 años a los dieciocho? ¿Por qué a esa misma edad podemos ejercer derechos tan absurdos como votar, matar y tomar? ¿Por qué a un brillante joven profesionista se le menosprecia por el mediocre con más años de experiencia? ¿Por qué se ignora a los autores jóvenes cuando grandes genios, filósofos y literatos publicaron grandes obras antes de los treinta? No hay una sola respuesta, pero si un aire general de bella absurdidad.

Somos una especie de patrones, de tradiciones y de generalizaciones. Hemos forjado un funcional matrimonio con las falacias de conducta y aunque sea inútil intentar reformular los paradigmas de la temporalidad; es muy sano por lo menos dar cuenta de sus irrisorias suposiciones.

No es sencillo aprender absurdos; pues de entrada hay que vivirlos como los pequeños abismos que representan. Pero cuando tienes la fortuna de descubrirlos, vivirlos y sobrevivirlos entonces vale la pena apuntarlos. Si acaso, para que alguien más ría de sus particulares ironías.


Sobre el autor:

 Federico I. Compeán R.

 Ingeniero mecatrónico, escritor, filósofo y demás otras actividades clasificatorias que hablan poco del individuo y mucho del entorno en el que se desenvuelve.

Su labor reflexiva pretende reposicionar la filosofía como acto y ejercicio de vida; como crítica y acto creativo a la vez.

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