Hay días… no, más bien momentos, en los que siento que mi voluntad se pierde en la naturaleza. Siento que mi ego tiene dificultades para mantenerse unido a mi cuerpo. Como si en cualquier instante todo mi ser fuera a disolverse sobre la realidad misma, como una cucharada de azúcar en una taza de café caliente.
Me siento desconectado, disociado, casi invisible. Mi voz es tenue y mis palabras repeticiones. Mi mirada se pierde en mosaicos y paredes; mi cuerpo se vuelve pesado y lento para responder. Me expando a la vez que mi voluntad se reduce. En esos momentos me siento más identificado con las cosas que con los otros. No me asumo entonces tan diferente de un mueble, una roca o un río. Existo en la inercia de una posición indeterminada e indeterminante. Siento réplicas ondular sobre todo mi cuerpo reafirmando mi existencia pero a la vez negando su supuesta individualidad. Me vuelvo parte de la insignificancia del todo.
Es un sentimiento extraño, misterioso incluso. Diametralmente contradictorio al día a día. Podría dejarme ir, perderme en la niebla del infinito. Apagar mis deseos, ahogar mis ambiciones, regresarle mi identidad a lo eterno. Nada quedaría entonces; así como nada quedará tras mi muerte, esa que da y quita significado a todo el montaje de la conciencia.
Al principio resulta aterrador darle entrada a la idea de la muerte como final, como desenlace total e inevitable. Nadie nunca ha sobrevivido y nadie nunca lo hará. A pesar de haber algo en lugar de nada, todo regresa al vacío. ¿Y eso qué significa? ¿Qué se espera de todo aquello? ¿Por qué si el desenlace es tan común, tan conocido, tan angustiante… por qué jugamos con el espejismo del significado y de la individualidad? ¿No nos valdría más acaso el disolvernos como lo han hecho ya las montañas, los bosques y los lagos?
No se trata de dar respuesta. Diario las actuamos en nuestro ir y venir; sin pensarlas ni justificarlas. Eso no vale de nada. Las respuestas son parte de la misma ilusión. Las preguntas; sin embargo, abren la mente. La regresan al estado de duda, de estasis, de presente y no de representación. Quiénes tienen una muerte rápida no tendrán tiempo de arrepentimientos y; sin embargo, vivirán como todos los demás.
Aprender a morir es un proceso de equilibrio. Es entender el infinito como tal y el significado como ilusión mientras que al mismo tiempo se ejerce la responsabilidad de una vida consciente. Es el canon existencialista; lo absurdo, lo estético y ético. Pero, ¿qué hay de malo en dejarnos llevar? ¿Es posible renunciar a la conciencia? Nuestro arreglo social parece operar así; sin embargo las voluntades siguen presentes, más agresivas y rapaces que nunca.
Las ideas, los valores, las actitudes y la moral son cada vez más homogéneas. Ignorantes, impulsivas, egoístas, irracionales y aparentemente en conflicto; pero idénticas en su estridencia. Miles de años de civilización han servido solo para transfigurar la violencia y disfrazarla de racionalidad y progreso; pero la brutalidad de nuestras formas es cada momento menos justificable. Hemos utilizado la falsedad del tiempo para justificar nuestra tragedia. Dos constantes: la muerte y la violencia.
No somos diferentes de la naturaleza, esa que asumimos como cuestión separada, reino ajeno y sistema inferior. En nuestro perpetuo engaño siempre nos hemos considerado por arriba del mundo natural. Lo explotamos, analizamos y controlamos sin darnos cuenta que nosotros estamos también en esa tierra devastada, en ese suelo árido, en esos animales muertos y en ese dilema eterno de matar o morir. Le hemos dado nombres diferentes pero nuestras ciudades no son más que selvas sucias y desiertos sobrepoblados.
Algunos leen la falta de significado en los paisajes, el horizonte y la orilla del mar. Otros subliman instantes y los emulan en arte para ahogar la desesperación de la nada. Otros tantos oscilan entre la efímera emancipación del vacío y su insoportable pesadez. La mayoría simplemente creen en la historia, en el presente, en la vida eterna o en su libre voluntad como antídoto para cualquier angustia.
¿Qué hay de malo entonces en dejarse llevar? En disolverse como arena en un vaso infinito de agua. En morir de forma consciente. ¿Es eso elevarse o hundirse? No creo que tengamos la capacidad de apagar nuestra conciencia. No al menos de forma permanente. Jugar a dispersarse en el todo es otra forma de pretender ser dios; otro camino para emular divinidad. ¿Qué acaso lo divino no es sinónimo de lo eterno? Lo sagrado nunca se ha determinado en base a moralidades; aunque ha dado cabida a la construcción de estas. Las deidades son totales, eternas e infinitas. Parten de ellas hacia todo y al revés. El Universo, por ejemplo, es un ejercicio de divinidad. Abarca tantas cosas que su perfección no es cuestión de hecho, sino de mera probabilidad.
Sin embargo existimos, y es ahí donde se genera la duda más allá de cualquier argumento. Somos voluntad de vida, aunque sea como destellos de una intención lejana, ajena e incomprensible. Por qué entonces somos distintos a lo inmóvil y a lo inerte. Las rocas también existen, pero no ejercen más que una voluntad pasiva, una presencia invisible pero igual de real. Subir hacia lo eterno, bajar hacia lo inerte, dar vueltas en lo mundano. Hay en definitiva un conflicto, tan definitivo como la misma muerte.
Hay muchas explicaciones quasi-poéticas. De esas que solo violentan el lenguaje para crear una imagen cruda y vacía de lo inexistente. Decir que el Universo se experimenta a sí mismo es reconfortante, pero no explica el conflicto; no invita ni a la muerte, ni a la voluntad, ni a la dispersión. Mueve la reflexión a un plano alegórico. Niega la desesperación individual y su conexión con una incomprensible colectividad.
La música y los colores resultan más sinceros. Meditaciones de realidad. Las rocas parecen no importarles la estética… ni la ética. Su voluntad es fija. Son en función de dónde están y de sus propiedades físicas. Relativismos en dónde el hombre nuevamente es medida, patrón, juez y límite. Pero, ¿qué acaso no nos faltan dimensiones?
Hay sentimientos que se vuelven inferiores bajo el lente de la eternidad. La tristeza se vuelve trivial, la felicidad se vuelve absurda, la ira se transforma en algo un tanto estúpido. Mientras tanto la melancolía se vuelvo reflejo del todo, la euforia se transforma en límite superior y la angustia se convierte en un motor creativo, en la única esperanza ante la vacuidad del todo. En una exclamación de arte como última esperanza en el mar abierto de la indiferencia cósmica.
Hoy soñé con un enorme árbol viejo. Majestuoso en su decadencia. Rodeado de brea, rodeado de espíritus. Estos fantasmas no eran emociones, no eran almas confundidas, no eran arrepentimientos vanos. Eran encarnaciones del verdadero mal. De lo que no se mueve, de lo que no cambia. ¿Por qué ahí, en lo estático, se genera el terror verdadero? Me advirtieron que no podían ser destruidos ni ahuyentados. ¿Cómo espantas al miedo mismo? Se burlaron de nuestra percepción incompleta. Su origen, me dijeron, estaba en el origen del tiempo mismo. Una noción incompleta… imposible de comprender para el alma transitoria. ¿Es acaso el miedo simplemente una humanidad superior? ¿Una interpretación diferente? ¿Una evolución de nuestra limitada angustia?
Había que destruirlos, había que sanar la tierra y curar el instante. Ante mí se mostraron los engranajes del tiempo. En un azul eléctrico daban vueltas por sobre la existencia misma, destruyendo, creando y alterando todo lo que tocaban. Una enorme esfera de cristal se movía en el centro de su eje de rotación. Dentro, pisos y pisos de infinitas escaleras. Un cuarto en dónde el tiempo estaba todo en el mismo lugar. Una cueva, un templo, una ruina de mecanismos y artificios creados por voluntades más refinadas. Así, al ver esto, al entender que es posible movernos en el tiempo como movernos hacia cualquier lugar; ahí observé una expresión de miedo en los rostros a medio derretir de los espíritus de brea. Los engranajes azules del tiempo comenzaron a aplastarlos. Su existencia seguiría ligada al todo, parte de la infinidad; pero ahora sometida. Voluntades inofensivas… como las de las rocas. El árbol, muerto, se inmolaría para darle fertilidad a un suelo que a todas luces parecía maldito.
La existencia aún guarda muchos lugares en secreto. Templos, cuevas, arrecifes y altares en la lejanía de una percepción oculta. Arriba del miedo, el tiempo; arriba del tiempo, la secrecía; arriba de la secrecía; la eternidad. Afuera, el todo. Y abajo, la existencia. No podemos renunciar a la conciencia pues antes de ello ejercimos una renuncia a la eternidad. La dispersión es la memoria fantasmagórica de nuestro apego a la eternidad. Es cuando jugamos a movernos en el tiempo. No es que dejemos la conciencia de lado, es simplemente que nos reubicamos entorno a ella.
Sobre el autor:
Federico I. Compeán R.
Ingeniero mecatrónico, escritor, filósofo y demás otras actividades clasificatorias que hablan poco del individuo y mucho del entorno en el que se desenvuelve.
Su labor reflexiva pretende reposicionar la filosofía como acto y ejercicio de vida; como crítica y acto creativo a la vez.