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Sobre cosas en las que no creo

July 24, 2015 Federico I. Compeán

Fotografía por Vitaloverdose

Hay cosas en las que no creo. No por convicción, sino solamente porque no las he vivido. Generalmente son cosas que no se pueden ver y que no tienen por qué verse. Un fantasma, por ejemplo, se siente y a veces se ve. A un fantasma se le teme o se le ama. Se huye de él o se le invita a jugar. Yo creo en los fantasmas. Creo que existen sin saberlo, que habitan nuestros sueños y que son los que nos hacen sentir intranquilos y ansiosos a pesar de que todo lo que nos rodea esta diseñado para adormecer ese sentimiento.

No creo, sin embargo, en los demonios. A diferencia de los fantasmas, los demonios no se ven. El abrumador terror de un demonio se siente y yo nunca lo he sentido.  He sentido que mi alma (otro fantasma más) se cae hasta el suelo. He sentido la inmensidad de un Universo repleto de espacios vacíos. He sentido la falsedad de la ilusión del tiempo. He sentido la contracción de mi mente cuando pienso en el infinito. He sentido la parálisis que provoca el pensar en la muerte. Pero nunca… jamás he sentido miedo verdadero. Solo he sentido fantasmas, pero jamás he mirado a un demonio a los ojos.

No creo en lo que no se escucha, en lo que no hace ruido. No creo en el verdadero silencio, sino tan solo en el bajo volumen de la trivialidad. Lo que no se escucha no existe, lo que no grita no se oye, lo que no tiene ritmo, armonía, melodía o algún tipo de disonancia tolerable no me llama la atención, exista o no.

La música (otro fantasma más) existe y comenzó a existir desde que el Universo se aburrió de ser una colección del todo en la nada; desde que en su infinita totalidad prefirió fragmentarse. Escuchar música es escuchar al todo, componer música es descubrir un fragmento de la galaxia. No creo en los que no entienden la música.

No creo tampoco en los espejos; porque sé que existen pero los odio. Los detesto porque se parecen mucho a nosotros. Brillantes y opacos; delgados y pesados a la vez; hermosos, pero vacíos. Frágiles, engañosos y sin luz propia. ¿Qué acaso no hay atrevimiento más grande que el tratar de imitar la realidad? El reflejarla, rechazarla, escupirla deformada y sin nada más que humo y luces.  No creo en los espejos porque se burlan del Universo.

Hay otras cosas en las que me gustaría creer pero no puedo… no aún. Fantasmas más elusivos. Algunos tímidos, otros bromistas. No creo en las palabras ambiguas. Creo en las imágenes que componen, pero no en los sentimientos que describen. No creo en los conceptos definidos tampoco. Creo en su utilidad discursiva, pero no en su descripción de la realidad.

No creo en el amor, ni en la libertad, ni la democracia. No creo tampoco en el mal, en la paz, ni el verdadero odio. Creo en el tedio, en la ilusión, en los momentos. No creo en la felicidad, ni en la inteligencia. Creo en la melancolía y en la ansiedad. No creo ni en el orden, ni en la coerción, ni en el destino. Creo en el caos, en la ira, en la euforia. No creo en la poesía, ni en la exageración; pero creo en la realidad y sus sentimientos. Creo en las coincidencias y en las estrellas que habitan dentro de nosotros. Creo en la inercia, en el movimiento y la detestable cotidianeidad.

No creo en el amor porque los que dicen que existe le llaman eterno. Porque se le confunde con sensualidad y con sexualidad. Porque se le utiliza como un pasatiempo. Porque se le idealiza como un ángel o se le toma por un demonio. No creo en el amor porque es exagerado e irreal por definición. Porque el verdadero amor es la unión del todo con el todo… es el placer de la inexistencia.

No creo en la libertad porque nadie ha sabido definirla. Porque es un concepto que justifica lo injustificable y cuestiona naturalezas inexistentes. Tal vez no creo en la libertad porque simplemente no la conozco, porque no la comprendo. Porque creo saber que es pero agonizo para justificarla, definirla y generalizarla. No creo en lo complicado de la libertad.

No creo en la democracia porque no la he visto funcionar, porque la historia me dice cuentos y la realidad me parte la cara. No creo en la democracia porque no existen mecanismos para que exista y porque nadie parece importarle. No creo en la democracia porque sigue siendo arbitraria, tiránica, frágil y peligrosa. No creo en las mayorías, por eso no creo en la democracia.

No creo en el mal porque el mal es absoluto. No creo en ignorar las circunstancias o en definir criterios de cosas que no se comprenden. No creo en la naturaleza del hombre o en su idea de moral. Creo en lo malo, pero no creo en el mal.

No creo en la paz porque es ambigua, porque es ambiciosa, porque es confusa. No creo en la paz porque la paz también duerme, porque también es excusa para la tiranía, el abuso y el miedo. No creo en la paz porque no existe. Creo en sus elementos, pero no en su totalidad.

No creo en el odio, no en un odio verdadero. No creo en que un sentimiento fruto de una mente nublada sea real. No creo en la honestidad del aborrecer algo. Creo en la ignorancia, en la intolerancia y en la estupidez. Pero no en el verdadero odio.

Creo en el tedio, en lo que significa y lo que representa. Creo en la irrelevancia de la vida y la falta de significado. Creo en el vacío del corazón, del alma y la existencia. Creo en la constructiva y destructiva magia del ocio. Creo en la hermosura del no hacer nada y del no ser nada.

Creo en la ilusión porque siempre nos rodea. Creo en los espejismos, en las idealizaciones, en las falsedades y en la carencia de nuestros sentidos para asimilar la realidad. Creo en los juegos mentales, en las caras a contra luz y los colores ambiguos. Creo en el enamorarse de desconocidos.

Creo en los momentos, pues no hay nada más que momentos. Un eterno instante. Creo en la experiencia estética, en la diversión, en el placer y el riesgo innecesario. Creo que la vida es la momentánea salida de la inerte eternidad.

No creo en la felicidad porque es un objetivo estúpido. No creo en ella porque se rehúsa a convivir con los instantes, porque se presenta a ella misma como un fin. No creo en metas de vida o finales felices. No creo en lo que niega lo más evidente de la realidad.

No creo en la inteligencia, pues se confunde con memoria. No creo en cosas intangibles que se evalúan o se miden. Creo en la sabiduría, en la genialidad, en la astucia, el ingenio y la creatividad. Pero no creo que todo eso se puede compactar en lo que llaman inteligencia.

Creo en la melancolía porque es profunda y significativa. Creo en ella porque en su nostalgia y tristeza nos recuerda como nos afecta la vida, más allá de su superficialidad. Creo en la melancolía porque aunque general, siempre es distinta y siempre está justificada.

Creo en la ansiedad, porque la ansiedad es movimiento, es sube y baja. Es nerviosismo, cuestionamiento y emoción. Creo en la ansiedad de lo desconocido porque eso es la vida.

No creo en el orden, porque aunque todo se ve perfecto desde lejos, la dinámica del mundo y el Universo es tal que nada permanece ordenado por mucho tiempo. No creo en el orden porque es una alegoría de lo estático, de lo muerto.

No creo en la coerción porque es consecuencia de la ignorancia y un egoísmo burdo y abusivo. No creo en sus métodos ni en sus fines. No creo en su razón de ser, pues está se deriva de la ignorancia y la falta de empatía; pero sé que a veces se tiene que vivir con ella y para ella.

No creo en el destino porque ni siquiera el Universo sabía que iba a estallar y expandirse hasta que lo hizo. Porque aunque todo parezca escrito, una canica aún no sabe si al caer rebotará o se fundirá con la probabilística naturaleza del piso. No creo en el destino pues aunque exista, nuestro horizonte cognitivo jamás nos dejará verlo.

Creo en el caos por lo mismo que no creo en el orden. Creo en lo nuevo, en lo impredecible, en la oscilación sin control. Creo en la nobleza de aquello que no solo carece de orden pero se empeña en salirse cada vez más de control. Creo en los sentimientos que la incertidumbre de un momento en desorden produce.

Creo en la ira por verdadera, por fugaz, por sincera. Creo en la ira por su humanidad y su calidad como instinto. Creo en la ira porque siempre es justificada, aunque no podamos comprenderla.

Creo en la euforia porque es momentánea y poderosa. Porque es la hermana mayor de la felicidad. Porque es plenitud de existencia y unión con el todo. Porque es volar sin despegarse del suelo, viajar sin moverse y sentir sin destruirse.

No creo en la poesía ni en sus exageraciones. Detesto su ambigüedad y sus ritmos carentes. No creo en que las palabras puedan imitar a la música o las imágenes. Son fotografías alteradas, condensados de experiencias torcidas. Son abuso de individualidad. Aun así, creo en lo que pretenden expresar, pues creo en la realidad como ensalada de emociones y sentimientos.

Creo en las coincidencias porque me parecen evidentes. Porque el Universo es demasiado grande para ser una coincidencia y; sin embargo, lo es. Creo en ellas porque son divertidas, porque son emocionantes y porque siempre tienen algo que decir sobre nosotros y los que nos rodean.

Creo en que estamos hechos del mismo material de las estrellas. Creo que somos historia natural y antropológica al mismo tiempo. Creo que todos somos parte de la misma estela de creación. Creo que somos planetas, estrellas y galaxias; tanto dentro como fuera.

Creo en la inercia aunque la detesto. Creo en el movimiento porque todo se mueve. Creo en la detestable cotidianeidad porque la vivo día con día y hay veces que me envuelve por completo en su opaca y pesada capa de quietud y adormecimiento.

Al final en lo creo es en el cambio, en el cuestionarlo todo, en la dinámica de las ideas y las emociones. Creo en la corona de fuego que la desesperación puede crear desde su potencialidad. Y creo que esa corona y las formas que desprenden de ellas pueden ser ahogadas con torbellinos de arena, agua y luz. Y así, al menos por un efímero momento, permitirnos ser alegres, tu y yo, juntos en la limitada unión que nos permiten nuestras almas.


Sobre el autor:

Federico I. Compeán R.

Ingeniero mecatrónico, escritor, filósofo y demás otras actividades clasificatorias que hablan poco del individuo y mucho del entorno en el que se desenvuelve.

Su labor reflexiva pretende reposicionar la filosofía como acto y ejercicio de vida; como crítica y acto creativo a la vez.

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