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Elegía por los instantes perdidos

March 9, 2015 Federico I. Compeán
Fotografía: Fuente

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¿Quién podrá medir la infinita alegría de la eternidad? ¿No es, acaso, prepotencia el creer que solo el sufrir merece espacio en las conversaciones de la noche? Llorar es lo más elemental del instinto humano; es lo más fácil, lo más banal. Es más patético aquel sufrir falso que miles de sonrisas fingidas.

En la inmensidad de un momento, lo que se siente y por lo que se sufre es por ese instante de alegría perdido para siempre. Nublar la mente en ilusiones de felicidad, reír un segundo ante la simplicidad de una vida incomprendida, mostrar una sonrisa a un mundo que se niega a entenderla; todo aquello es parte de la delicada comedia del Universo entero. Es mediante el risueño humor que acepta la inevitabilidad del caos y lo violento de la naturaleza que el espíritu se vuelve verdaderamente humano.

Los animales también sufren. El dolor es un mecanismo que proviene del subsuelo más profundo del mundo natural. Es la herramienta más básica que se programó en el ininteligible orden oculto del cosmos. Incluso las estrellas lloran al inflarse y vomitar energía, calor y muerte. Se empequeñecen y vagan eternamente en la más desdichada de las penas. Los cometas en su descarada y petulante danza de vanidad se extinguen con la velocidad de cualquier alma perdida. Las rocas se agrietan, se estremecen y se derrumban ante el llorar de las nubes que, entristecidas por su fugaz existencia, se conmueven de todo aquello que puede respirar.

Los fantasmas, ¿qué hay más desdichado qué un fantasma? Los fantasmas de los sonidos nunca escuchados; los fantasmas de las conversaciones nunca tenidas; los fantasmas de lo sueños muertos, de la música silenciada, de la lucha inútil y de la esperanza ciega. Los fantasmas de las letras vacías, de los significados perdidos, de las intenciones mal puestas y las ventanas rotas. Los fantasmas de la ayuda arrogante, de la estética vacía, de la violencia que le llaman arte y del arte que se alimenta del vacío. Los fantasmas del viento que mata, del juego interrumpido, de la guerra sin sentido y de la paz mal interpretada.

Toda esa desdicha, todo ese dolor, ese sufrimiento, esa melancolía, esa tristeza, esos abismos, esos vacíos, esas angustias, esos miedos, esas parálisis, esas pesadillas, ese desasosiego, esa desesperación, ese hastío, esa crudeza, esa incertidumbre, esa violencia, esa destrucción, esas ilusiones, esos espejismos, esos ecos de muerte; todo ese lamento no es más que una elegía por los instantes perdidos,

No sucede nada y la nada es lo que reverdece en nuestro vacío interior. No hay nada más que el momento eterno del ahora. Por ello es tan fácil sentir que se sufre y tan menospreciado el momento de verdadera y trivial alegría. ¡Qué poderoso es aquel instante que destruye esta nube púrpura y nos permite reír! ¿Acaso habrá fuerza más poderosa en el Universo que aquella que le da significado a la más profunda irrelevancia? Aquella que disfraza de realidad el existir.

Las alegorías se agotan cuando se expresa la grandeza del humor, de la risa tonta, de la cosquilla traviesa y la sonrisa despreocupada. Los poetas se derraman sobre un mar de petróleo y aceite; oscuro, denso, pesado y tóxico. ¿Quién no ha sido culpable de tratar de engrandecer su patética desgracia? Lo único absoluto de la auto-conciencia es la necesidad de expresión. Y sin embargo, quién sigue riendo es el tiempo.

¿Cómo no aborrecer esa maldita ilusión de temporalidad? ¿Cómo no odiar, fría y verdaderamente, a ese ser invisible del tiempo? El Rey de los espejos, la reina de las ilusiones, la mayor falsedad de todo el Universo. Su único propósito es atormentar la existencia con la mentira de una referencia eterna, incalculable, infinita hacia ambos extremos y falsa. El tiempo no era nada hasta que el Universo le dio cabida. Fue así que comenzó todo; es por ello que hay algo en vez de nada. El tiempo es el demonio verdadero de aquella divinidad absoluta del infinito. Es el fantasma último, aquel que goza con la eternidad de las horas miserables y con la fugacidad de los momentos de verdadera alegría. Aquel que se acelera cuándo no sabemos que hacer y se frena en la soledad de la noche fría. Es un espectro que ronda en todos los cristales rotos del Universo, conspirando para que la entropía no descanse jamás.

Cuando nos perdemos en sonrisas infantiles, ahí el tiempo teme entrar. Le asusta la emulación del instante completo, le aterra observar ensayos de completitud; momentos en los que derribamos lo que nos fragmenta. Es entonces que un segundo se vuelve un paraíso eterno y las horas pasan al ritmo que nosotros prefiramos. El reír con alguien al lado es fusionar una parte del cosmos; es compartir la conciencia colectiva del todo y volver al origen completo, final y perfecto del Universo. A ese punto de partida dónde la referencia del tiempo era redundante, innecesaria y molesta. Por eso el bufón de los segundos engaña las almas con el espejismo de la temporalidad; lo hace para darle forma a todo lo que es sinónimo de sufrimiento; para seccionar los instantes y hacernos llorar la partida del eterno ahora.

Honremos pues el momento de todos los momentos. Seamos verdaderos instantes. 


Sobre el autor:

Federico I. Compeán R.

Ingeniero mecatrónico, escritor, filósofo y demás otras actividades clasificatorias que hablan poco del individuo y mucho del entorno en el que se desenvuelve.

Su labor reflexiva pretende reposicionar la filosofía como acto y ejercicio de vida; como crítica y acto creativo a la vez.

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