El deber de la consciencia es manifestar su voluntad en el caos y a partir de él.
Es como si de repente una bestia, un demonio hubiera resucitado en mi interior. Una voluntad furiosa, nerviosa, ansiosa. Un ente abandonado que había sido enjaulado despertaba repentinamente. Una inquietud tan bella como horripilante.
Ese monstruo se ponía más agresivo entre más me negaba a verlo a los ojos. Los momentos en los que me detenía a contemplarlo y a expulsar palabras para alimentarlo; ahí parecía tranquilizarse y dar vueltas de forma más calmada en su jaula abierta. Mi reflejo se volvía borroso al mismo tiempo que me dejaba llevar por él.
Era como si un fragmento de eternidad quisiera entrar y salir al mismo tiempo; como si todo el Universo decidiera pasar a través de mí.
No puedo negar el temor. Un miedo que viene de no saber si lo que esta voluntad desea de mí es virtud o maldad. Un miedo a perder el control de mis propias ideas, a disolverme por completo en una realidad que aun no comprendo.
Al dejarme llevar por ese miedo y transformarlo en energía pura, me vuelvo libre; pero inestable. Expulso palabras, imágenes y emociones sin necesidad de pensar mucho en ellas o su origen. Me voy quitando una carga invisible que se siente en el pecho como una puñalada que jamás termina. Voy perdiendo el control; mi yo se disuelve en el presente. Los objetos me parecen más cercanos, más coloridos, más vivos. Como si las cosas se rompieran en sí mismas, como si todo fuera una pintura derritiéndose ante un sol gigantesco.
Son muchas cosas las que quiero decir, pero no puedo decirlas tan rápido. Menos cuando el instante se vuelve lo único y la velocidad de mi consciencia se aproxima al infinito. ¿De qué me sirve el tiempo ahí? La música y el alcohol alteran los tiempos, los normalizan dentro de sus propios designios. Medicina y veneno ambos.
Esto tiene que ver con al abandono de mis propias emociones. Yo fui quién enjaule a esa bestia. Al horror de un poeta que detesto y un filósofo que aún tiene millares de párrafos que entender antes de poder escribir su primer aforismo.
Me imagino solo, a la luz de una fogata débil. La oscuridad es tan pesada que no puedo ver más que mis manos delante de mí. Abren y cierran como esperando que les de algo para trabajar. Entonces recuerdo mi cuerpo. Ya no es el mismo cuerpo joven de antes. Está pasando por un momento de cansancio. Un agotamiento leve en el que la pesadez del alma se confunde con la debilidad del cuerpo. Me entra una inquietud ligera. De viejo no podré construir una casa. ¿Lo haré alguna vez? Ya no sé distinguir entre la desesperación existencial y los malestares de la carne; de un cuerpo que constantemente me recuerda que soy finito y débil. Uno en cuya sensibilidad se exaltan los temores y no las reflexiones. Es una pelea constante entre el pensar y el estar; y en medio: el sentir.
¿Sentimos con el cuerpo o con el alma? La borrachera pesa igual en ambos.
Otro nuevo terror. Uno que no había sentido jamás. ¿Podrá este monstruo vivir junto con ella? Con ella he aprendido a amar, nos hemos enseñado juntos. Con la calma y la paciencia de un caminar sin rumbo, pero sabiendo que se tiene que andar. El amor es un concepto que aún no logro descifrar; posiblemente sea de esos temas que nunca me canse de eludir. Lo entiendo, no sé si más, pero de forma distinta. En sus palabras hacen ecos autores que jamás he leído pero que hablan mis propias ideas. Ecos de los mismos sentires pero de otros tiempos.
Nuestro amor es tranquilo. No lleva prisa ni espera epifanías. Su origen está dado en sí mismo y sobre de él mismo se nutre. No es frenético ni apresurado. Teme de forma normal, como temen todos los amores a que algún día llegue su repentino fin. Es entregado, despreocupado y un poco flojo. No es una jaula sino una vitrina. Sus compases no ciegan, sino enmarcan. Sus ritmos no molestan sino que dan a la mente en qué pensar. Sus paisajes no buscan ser fotografiados, sino redactados; pero no en poemas, sino en frases que uno dice al desayunar.
Por eso me quedo tranquilo. Porque aunque lo eterno en mí se encuentra un poco en caos, jamás había sentido tanta sobriedad. La fuerza que he perdido con los años se vuelve una voluntad cada vez mejor orientada. Veo la claridad de las etapas en un mundo de tiempos ilusorios. Esa bestia, antes invisible, ahora es fuerza, debilidad y un enemigo al que no temo mirar a los ojos. Escribiré desde su espalda mientras escucho sus entrañas rugir. Esa bestia tiene la violencia de sentimientos que no caben en mí; pero caben en todos y en todo. Es un hueco de existencia nada más. Todo y nada; sentir, pensar y estar. Dormir para después despertar.
Sobre el autor:
Federico I. Compeán R.
Ingeniero mecatrónico, escritor, filósofo y demás otras actividades clasificatorias que hablan poco del individuo y mucho del entorno en el que se desenvuelve.
Su labor reflexiva pretende reposicionar la filosofía como acto y ejercicio de vida; como crítica y acto creativo a la vez.