El feminismo finalmente se convirtió en una conversación de la que se habla en nuestro país, y como fenómeno y discurso que motiva marchas, pronunciamientos y algunas pintas me parece necesario el tratar de desmenuzar el presente en donde se sitúa con la única intención de comprender sus formas y su fondo.
El discurso progresista de izquierda ha cambiado drásticamente en los últimos años y las luchas feministas se han posicionado como representativo principal de los valores e ideas que esta joven generación de activismo representa. Imposible el desvincular esta discusión de las plataformas en-línea que cimentaron y dieron impulso a la difusión exponencial y el crecimiento –tal vez demasiado veloz- del número de jóvenes identificados con esa causa.
Recuerdo hace algunos años cuando circulaba a nivel mundial la movilización del “Slutwalk”, ahora antecedente casi histórico de las marchas del fin de semana. La premisa era clara y su entrega contundente. La victimización y re-victimización de las mujeres que sufrían violencia sexual con base en su vestimenta era una afrenta contra la libertad que tenían sobre su vida y sus cuerpos. No era –ni será- nunca justificable achacarles siquiera una culpa parcial por “provocar” su acoso o violación a causa de la incapacidad de otro sujeto a controlar sus instintos primarios.
La movilización de #24A me parece, sin embargo, más ambigua y se me presenta como parte de una serie de objeciones, inicialmente emocionales, a la progresión del movimiento político de esta nueva izquierda. Durante algunos meses me ha parecido difícil el encontrar el balance entre los nuevos vicios progresistas de intolerancia disfrazada de inclusión al tiempo que entendía las desavenencias culturales que los habían llevado a polarizar su discurso en reflejo de un conservadurismo cada vez más tóxico y beligerante.
Poco a poco comencé a dibujar unas líneas de crítica que aquí se articulan de forma breve y aun en desarrollo. Crítica que comparto no con el fin de posicionarme por arriba del momento ni en contra de él; sino para tratar de establecer un diálogo significativo en torno a las decisiones e implicaciones políticas y sociales de un activismo que hoy se observa no solo como lucha, sino como producto de consumo también.
El proceso del desmantelamiento de las voluntades colectivas data ya de muchas décadas atrás y muchas problemáticas sociales surgen de la necesidad del capitalismo moderno de mantener las motivaciones como personales y los logros y raciocinios como individuales. La atomización del sujeto y su transformación en un individuo egoísta “racional” es el nuevo control que ejerce la dinámica del capital sobre lo comunitario. Más allá de los medios de producción, el mapa cognitivo en conjunto se encuentra, consciente e inconscientemente, sujeto a la retórica individualista.
Las luchas sociales 2.0 quiebran, en aparente rebelión, con los discursos marxistas y re-orientan la lucha de clases como algo secundario (e incluso innecesario) en la labor de impartir justicia social basada en teorías de identidad. Es decir, se pretende subordinar el devenir de las problemáticas sociales, no a la dinámica económica y material de esta, sino a la interpretación propia de la retórica de identidades y sus meta-relatos.
Esta re-orientación, principalmente posmoderna, tiene varias implicaciones. En su forma más “radical” genera discursos que invalidan toda argumentación lógica o factual pues estas no se relacionan con la nueva y sobrevaluada subjetividad emocional del sujeto y su relato individual. Es decir, estamos ante una tendencia de segregar modos de pensamiento e interpretaciones del momento histórico con base una presunción infundada de la imposibilidad cognitiva de la comprensión del otro. El discurso se plantea entonces ya como una contradicción, pues el avance de una agenda política de inclusión y tolerancia resulta imposible si se asume una incomprensión entre grupos segregados por el imaginario de los relatos identitarios. En el ámbito feminista esta es la distinción hombre-mujer.
Analicemos entonces el feminismo y su tercera ola de forma específica a las marchas del #24A. La problemática es innegable y si se considera la movilización como una respuesta meramente simbólica al problema de violencia contra la mujer en México no hay mucho más que explicar. Sin embargo el reclamo de “Vivas nos queremos” no presenta para nada una intención simbólica sino una realidad brutal. Es un grito de indignación y auxilio ante un sociedad que ha perdido toda sensibilidad y panorama (o tal vez nunca lo tuvo) del trato digno de la mujer. Los datos no mienten y las instancias de feminicidios, acoso, violaciones y otras formas de violencia menos evidente o visibles siguen siendo el pan de todos los días de un México aún, en esencia, machista.
Sin embargo, la articulación de estas colectividades feministas hacen el reclamo como un planteamiento moral, más que político. Una moralidad que, en concordancia con la política de identidad, es individual. Es decir, el hombre que acosa y que viola no es fruto de una colectividad enferma o sistemáticamente desmenuzable; sino de una falta moral individual y natural del hombre violador y acosador. De ahí deriva el popular discurso de que hay que “enseñar a los hombre a no violar” en vez de enseñar a las mujeres a cuidarse de ellos. Este ejemplo representa perfectamente una carencia discursiva importante. Cuando se tiene un comportamiento generalizado, como el del acoso, hablar de individualizar culpas y ligarlas a naturalezas abstractas resulta insuficiente. Es atender a ambiguos lugares comunes como “la crisis de valores” o “la educación de calidad”. Es cómo pretender cambiar al Estado simplemente concientizando a sus funcionarios de que “la corrupción es mala”. Es como apelar al problema de la violencia generada por el narcotráfico como una simple cuestión de “valores”; de muchachos mal educados que por precariedad entran en las filas del crimen organizado.
El mensaje, en su superficie, es claro: cuando una mujer sufre acoso la responsabilidad es de quién lo genera y no de la mujer victimizada; pero al movilizar la idea de que esto se trata de una carencia moral; de que el feminismo (o cualquier denominación progresista) es un lucha de justicia, libertad y demás palabras “virtuosas” enturbia la discusión. La problemática es clara, pero esta sigue siendo reflejo de una colectividad fragmentada, alienada y desvinculada. La sociedad es violenta no por falta de recordatorios de su decadente moralidad, la cual vale la pena mencionar ahora es orientada por los mismos valores individualistas del mercado; sino por las mismas dinámicas sociales y económicas que aún hacen al marxismo relevante, al menos como punto teórico de análisis.
Cuando se comienza a comprender lo anterior, resulta entonces interesante dibujar paralelismos con esta polarización de la izquierda en términos de que su lucha es intrínsecamente neoliberal. Como mencionaba, el análisis del presente y su marco histórico no es algo que se esté discutiendo en los círculos feministas o progresistas. Se discute la violencia, es decir, los síntomas más superficiales de una colectividad en conflicto. Vale entonces la pena tratar de entender, al menos en su proceso simbólico, que resultados políticos y sociales pretende este nuevo feminismo; más allá de la retórica de la “equidad”.
Décadas atrás los roles de género representaban bastiones sólidos de identidad y la organización social se sustentaba en la percibida inamovilidad de aquellas realidades. Hoy en día se ve con desprecio esos días. Se muestran como ejemplo de una institución invisible y principalmente ficticia que se ha denominado patriarcado. El patriarcado existe como concepto, como una definición sombrilla de las instancias de privilegio que el hombre goza en una sociedad líquida y relativista. Por ello su naturaleza es dual y endeble; pues se construye a partir de una definición de valor específica; un valor explícitamente neoliberal. El hombre históricamente ha controlado los espacios de trabajo, es decir, los medios de producción. En términos más específicos, el capital. El capitalismo entonces resulta una ideología patriarcal. Deriva entonces que el privilegio masculino no es abstracto, sino material. Se le reconoce como valioso con base en la determinación de valor de la sociedad capitalista. En ese sentido, el patriarcado es otra forma de llamarle al control económico que, anteriormente se analizaba desde la clase, pero ahora se observa desde el lente más ambiguo del género. Ambas aproximaciones no son excluyentes y su complemento puede resultar en un análisis interesante; sin embargo la desestimación de la cuestión económica –siempre entendida como una aproximación de las relaciones sociales- oscurece puntos importantes de la naturaleza de ese privilegio masculino.
Las mujeres, por su parte, tenían el rol principal de las tareas de cuidado. Cuidado, educación y una cohesión colectiva, ya sea familiar o de lazos sociales cercanos. Lo anterior, en términos de influencia social, no es poca cosa; sin embargo desde la óptica del valor capitalista estos roles no tenían cuantificación. La mayoría de estas labores domésticas, sociales y familiares aun resultan intangibles, incuantificables y como condiciones abstractas de una economía de consumo. El hecho de que una enfermera gane menos que un abogado corporativo o un ingeniero civil puede ser visto desde una óptica feminista como un problema de género; pero es principalmente un problema económico. No se trata de que haya más mujeres abogadas o ingenieras, sino de que las mujeres dedicadas al cuidado reciban una valoración real de su contribución al colectivo social. Quién determina el valor de las profesiones son los sectores donde está concentrado el capital, y por ello resulta más redituable ser un abogado corporativo pues es algo que ese sector considera valioso.
La lucha de equidad, entonces, tradicionalmente se enfocó en una lucha por igualdad de derechos y libertades civiles; batalla aún por ganar en muchas regiones del mundo. En países desarrollados la nueva ola feminista busca una equidad en términos del valor social percibido de la mujer; es decir, busca la misma capacidad del hombre para ejercer poder, lo cual en términos estrictos, habla de una condición principalmente económica. Tomemos el ejemplo del mecanismo de “empoderamiento”. Este término tiene origen en la concientización de Freire, nuevamente un término derivado de la lucha de clases. Hoy en día el empoderamiento es un eufemismo de poder de consumo. La emancipación femenina proviene entonces de su habilidad de tomar sus decisiones en términos la colocación de su ingreso disponible. Su espectro de libertad se centra nuevamente en la misma retórica neoliberal de consumo. Jia Tolentino, en su artículo “How Empowerment became something for women to buy”, lo describe de la siguiente manera:
Enter the highly marketable “women´s empowerment”, neither practice nor praxis, nor really theory, but a glossy, dizzying product instead. Women´s empowerment borrows the virtuous window-dressing of the social worker´s doctrine and kicks its substance to the side. It´s about pleasure, not power; it´s individualistic and subjective, tailored to insecurity and desire. The new empowerment doesn’t increase potential so much as it assures you that your potential is just fine. Even when the thing being described as “empowering” is personal and mildly defiant (not shaving, not breast-feeding, not listening to men, etcetera), what´s being marketed is a certain identity. And no matter what, the intent of this new empowerment is always to sell.
[...]
This consumption-and-conference empowerment dilutes the word to pitch-speak, and the concept to something that imitates rather than alters the structures of the world. This version of empowerment can be actively disempowering: It’s a series of objects and experiences you can purchase while the conditions determining who can access and accumulate power stay the same. The ready participation of well-off women in this strategy also points to a deep truth about the word “empowerment”: that it has never been defined by the people who actually need it. People who talk empowerment are, by definition, already there.
Cuando Freire habla de concientización habla de un proceso en fases y no de un simple ejercicio simbólico de libertad dentro de las mismas restricciones de una economía de consumo. L. C. Lawrence lo explica de la siguiente manera:
En la fase mágica, el oprimido se encuentra en situación de impotencia ante fuerzas abrumadoras que lo agobian y que no conoce ni puede controlar. No hace nada para resolver los problemas. Se resigna a su suerte o a esperar que ésta cambie sola. En la fase ingenua, el oprimido ya puede reconocer los problemas, pero sólo en términos individuales. Al reflexionar sólo logra entender a medias las causas. No entiende las acciones del opresor y del sistema opresivo. En consecuencia, cuando pasa a la acción, adopta el comportamiento del opresor. Dirige su agresión hacia sus iguales (agresión horizontal) o a su familia y, a veces, hacia sí mismo (intrapunición). En la fase crítica, se alcanza el entendimiento más completo de toda la estructura opresiva y logra ver con claridad los problemas en función de su comunidad. Entiende cómo se produce la colaboración entre opresor y oprimido para el funcionamiento del sistema opresivo. Reconoce sus propias debilidades, pero en lugar de auto compadecerse, su reflexión lo lleva a aumentar su autoestima y confianza en sí mismo y en sus iguales, y ya puede rechazar la ideología del opresor. La acción que sigue en esta fase se basará ahora en la colaboración y en el esfuerzo colectivo. Ahora, reemplaza la polémica por el diálogo con su comunidad e iguales. En este momento, se podría decir que el oprimido es un ser activo que hace la historia. La identidad personal y la étnica o la de su cultura, pasan a llenar el vacío que ha dejado la ideología del opresor.
No hace falta observar con mucho detenimiento para darnos cuenta que, en torno a estas fases, el feminismo (y otras banderas de la nueva izquierda) se han estancado en la fase ingenua; es decir, se encuentra situada en la misma individualidad que réplica las condiciones opresivas del mismo sistema, sin llegar nuncala evaluación crítica y la búsqueda colectiva de soluciones de profundidad.
Tomemos un enfoque similar con el acoso, el cuál es más predominante en las clases bajas. Se vive mayormente normalizado en la marginalidad del barrio peligroso, el transporte público, el callejón oscuro, la cantina de dudosa reputación, tras las paredes de los antros de mala muerte y en la calle; principalmente en la calle, de noche o de día. Las clases medias lo experimentan en relación a su contacto con esta misma marginalidad y la incapacidad que tienen de distanciarse y aislarse de ello en burbujas sociales como lo hacen las clases de élite. En efecto, la punta de la pirámide también presenta violencia sexual normalizada; pero su discurso y composición es distinta. Se vive como un precio a pagar por los lujos y comodidades de una vida privilegiada. Esposas trofeo, infidelidades ignoradas y disolución y objetivación de la condición sexual precisamente por la capacidad de estos sectores de ponerle precio a cualquier cosa. La prostitución y la trata de personas son, por ejemplo, un problema que deviene de la comercialización de la sexualidad y la capacidad de sectores privilegiados de acceder con capital a esos “placeres”.
Resulta entonces más claro el observar que este feminismo tiene como objetivo el re-distribuir la capacidad de ejercer poder mediante la misma naturaleza neoliberal de consumo y capital. La mujer sacrifica familia por carrera y se ve forzada a adoptar una masculinidad laboral para poder luchar por cerrar esa brecha de salarios que, nuevamente, ponen en evidencia la disparidad de poder económico como fin social. El feminismo de esta tercera ola no pretende revindicar las labores tradicionalmente asociadas como femeninas; sino abolir la feminidad que las encasilla a esas tareas. Esto deja detrás muchos huecos, pues tampoco se establece de forma clara como re-orientar la masculinidad para las responsabilidades de cuidado, educación y mantenimiento del tejido social. Un ejemplo es la trabajadora doméstica, que queda relegada en las sombras de una lucha y un discurso que no le pertenece. En la sociedad regiomontana, por ejemplo, su rol se vuelve imprescindible para “empoderar” a la mujer ejecutiva que no tiene tiempo de lidiar con las tareas del hogar por su rol activo en la empresa. Es el hecho de su misma importancia en ese rol lo que hace la contradicción más evidente cuando nuevamente hablamos del empoderamiento como privilegio económico.
Ahora, lo anterior es una mera aproximación que intenta mostrar que es imposible despegarnos de la teoría económica a la hora de afrontar problemáticas sociales. Que las políticas de identidad son complemento, pero no substituto de la teorización crítica del arreglo social. En sí, un recordatorio de que la posmodernidad aún sigue siendo un término atractivo para aproximaciones a problemáticas estéticas, pero insuficiente para abordar devenires históricos complejos.
Para cerrar estas observaciones quisiera apuntar mi principal preocupación y el origen de esta breve disertación. La condición neoliberal de esta nueva izquierda y sus causas se vuelve más evidente en la individualización de las culpas, retomando su misma presunción de superioridad moral. Al individualizarse la narrativa y fragmentarse los vínculos de identidad los debates también se ciernen en puntos específicos, en el tu contra yo y no en el encuentro de ideologías, conceptos o discusiones contrarias. Esta “nueva” dimensión de discusión social pretende entonces individualizar los problemas de opresión e inequidad de poder. Toma como blanco instancias específicas y personas en vez de observar el panorama completo de las causas raíz que producen la marginalización estructural y sistémica de ciertos sectores; y como tal, socava el trabajo hecho para elucidar las soluciones a estos problemas colectivos.
El centro de estos debates debería de ser siempre las organizaciones, estructuras e instituciones –el sistema en sí-; pues estas son las que ejercen el poder centralizado que dicta, no solo el mapa político de las discusiones, sino también el mapa cognitivo en dónde esas discusiones ocurren. De otra forma el debate es efectivamente desviado del epicentro del problema. Esto funciona de maravilla para las instituciones mismas. El status quo ejerce hoy una retórica diferente, pero el poder se ejerce de forma similar. Las narrativas individuales que se muestran como especiales, particulares e irremplazables presentan el peligro de fragmentar el debate de tal forma que no se pueda tener una discusión significativa de ningún tema.
El punto de vista se transforma, no en una perspectiva de dónde dibujar argumentos; pero en un argumento en sí, lo cual naturalmente invalida cualquier otro que no provenga del mismo lugar. Las instituciones entonces se encuentran en una mejor posición para continuar ejerciendo su poder y opresión en cualquier dirección que les de buenos resultados.
Lo anterior es el gran riesgo que presenta esta nueva ola de la izquierda progresista. Una que blande frases y conceptos sin reflexión como un bien posicional en la nueva escala de valores posmodernos. Su núcleo sigue siendo entonces profundamente neoliberal y su discurso se origina y sirve a este mismo sistema. Como dispositivo político resulta práctico y como herramienta de emancipación individual y absolución de nuestros pecados de consumo también resulta atractiva. Sin embargo, en su centro, este tipo de enfoques continúan desquebrajando las voluntades colectivas, nuestra capacidad de comprensión de problemas complejos y nuestra habilidad de resolver conflictos como entes sociales y no sólo como entes políticos reaccionarios.
El nuevo feminismo y la política de identidad se presenta entonces como negación del otro, como relación ensimismada de uno mismo. Narcisismo y representación. Libertad entendida como autonomía económica, como individualidad ilusoria. Es ingenuo pensar que nuestra identidad, ya sea asignada por medio de dinámicas sociales asumidas como naturales o por nosotros mismos, esta de alguna forma desconectada de las premisas económicas bajo las que opera la sociedad. Nuestra identidad es dada por las mismas condiciones económicas. Pretender desvincularlas es como intentar cercenar el lazo histórico que nos conecta con el resto de nuestra humanidad. La radicalidad resulta entonces de volverse a encontrar con el otro y en cuestionar las definiciones de valor desde la conciencia de clase antes que pretender ejercer el poder de una estructura de valor ya dada dentro del mismo status quo.
Las recientes marchas feministas nuevamente ponen en claro el problema. Se revindica una indignación justificada, pero la dinámica del activismo circular e insuficiente no logra superarse. Al igual que con el desbordamiento de la violencia en 2010 o con la simulación electoral en el 2012 no se canalizan acciones más allá de la emergencia, de la urgencia, de la emotividad de un impotencia colectiva que no logramos conectar.
La pinta del anti-monumento de los 43 es reflejo claro de esa dinámica neoliberal interiorizada. La hegemonía de la lucha, la negación a compartir espacios, la des-legitimización del otro, la necesidad de ejercer monopolio del dolor y la justicia. La verdadera radicalidad que debe ponernos en pie de regenerar nuestra colectividad es el desvincular las luchas de la necesidad de ejercer poder. Más aún, de ejercer poder en términos exclusivamente neoliberales. Pero eso a nadie le parece atractivo y por ello nos seguimos destruyendo de izquierda a derecha y de arriba abajo mientras las estructuras e instituciones de opresión siguen prístinas, enormes y distantes.
Me parece interesante cerrar entonces con un fragmento del debate entre Chomsky y Foucault entorno a la “naturaleza humana” y la justicia contra el poder; pues, como establece Foucault, el término de justicia no representa un ideal que orienta la lucha de clases (o de géneros en este caso); sino que es la necesidad de ejercer un poder en esa lucha lo que antecede a la interpretación de esa misma justicia.
From 1971 Debate Human Nature: Justice vs Power.
FOUCAULT:
So it is in the name of a purer justice that you criticize the functioning of justice ?
There is an important question for us here. It is true that in all social struggles, there is a question of “justice”. To put it more precisely, the fight against class justice, against its injustice, is always part of the social struggle: to dismiss the judges, to change the tribunals, to amnesty the condemned, to open the prisons, has always been part of social transformations as soon as they become slightly violent.
[…]
But if justice is at stake in a struggle, then it is as an instrument of power; it is not in the hope that finally one day, in this or another society, people will be rewarded according to their merits, or punished according to their faults. Rather than thinking of the social struggle in terms of “justice”, one has to emphasize justice in terms of the social struggle.
CHOMSKY:
Yeah, but surely you believe that your role in the war is a just role, that you are fighting a just war, to bring in a concept from another domain. And that, I think, is important. If you thought that you were fighting an unjust war, you couldn’t follow that line of reasoning.
I would like to slightly reformulate what you said. It seems to me that the difference isn’t between legality and ideal justice; it’s rather between legality and better justice.
I would agree that we are certainly in no position to create a system of ideal justice, just as we are in no position to create an ideal society in our minds. We don’t know enough and we’re too limited and too biased and all sorts of other things. But we are in a position-and we must act as sensitive and responsible human beings in that position to imagine and move towards the creation of a better society and also a better system of justice.
[…]
FOUCAULT:
But I would merely like to reply to your first sentence, in which you said that if you didn’t consider the war you make against the police to be just, you wouldn’t make it.
I would like to reply to you in terms of Spinoza and say that the proletariat doesn’t wage war against the ruling class because it considers such a war to be just. The proletariat makes war with the ruling class because, for the first time in history, it wants to take power. And because it will overthrow the power of the ruling class it considers such a war to be just.
Sobre el autor:
Federico I. Compeán R.
Ingeniero mecatrónico, escritor, filósofo y demás otras actividades clasificatorias que hablan poco del individuo y mucho del entorno en el que se desenvuelve.
Su labor reflexiva pretende reposicionar la filosofía como acto y ejercicio de vida; como crítica y acto creativo a la vez.