Hubo una época, no hace mucho tiempo, en el que el desacuerdo no era una señal de conflicto o enemistad. Un momento en el que era fácil entender que otras personas pudieran sostener de forma válida, estructurada y soportada alguna idea distinta a las nuestras. Existía un acuerdo invisible, pero colectivo, de que el camino hacia una sociedad mejor resultaba del conjunto de experiencias y opiniones de distintos sectores, grupos y antecedentes contextuales y circunstanciales.
Podías, en ese entonces, tener una acalorada discusión con alguien sobre política fiscal o la condición de la educación pública sobre un par de cervezas frías y al otro día conversar sobre el resultado de algún evento deportivo reciente con la misma intensidad sin perder una noción de respeto y humildad ante ideas ajenas.
El espectro político era, para la mayoría, orientativo. Una guía para identificar ideas similares dentro de un debate global en torno a la futura utopía moderna de la sociedad. Esto no le quitaba emotividad o sentimentalismo al asunto, pero esa dimensión era entendida como parte de un proceso intuitivo para poco a poco razonar posturas más o menos objetivas sobre tal o cual contingencia social. Era bien visto asumir la ignorancia propia en ciertos temas y, a la vez, se tenían claras las implicaciones de ejercer cierta opinión sobre tópicos en los que uno no estaba familiarizado.
Hoy, en lo específico y lo general, tener la razón o asumir nuestro discurso como correcto forma parte de la amalgama abstracta que genera nuestra frágil identidad. Una identidad abatida por la velocidad de los tiempos, por la incertidumbre de la economía y por la vulnerabilidad de nuestras voluntades ante el monstruo de una colectividad reducida a su poder de consumo y las triviales decisiones que emanan de este.
No sorprende entonces que defendamos nuestro derecho a tener opiniones como un derecho a nuestra propia existencia, a nuestra identidad. Cuando la “batalla” escala en ese plano es normal que los debates se polaricen. De forma similar es de esperar que asumamos nuestras creencias no evaluadas como correctas, pues es lo que somos y lo que nos representa. Nadie se identifica con la búsqueda sistemática de argumentos, fuentes, ejemplos y literatura de cierto discurso a favor de nuestras creencias; sino con el hecho de las creencias mismas; independientemente de si provienen de la ignorancia de un caminar adormecido por una sociedad que solo requiere suficiente conciencia para presionar botones, levantarnos por la mañana y apegarnos a rutinas que destruyen el espíritu.
No tenemos mucho más. Nuestra vida entonces se transforma de aciertos, errores y decisiones en un estandarte de identidad que tiene que ser defendido hasta la muerte. No importa de dónde venimos y mucho menos hacia dónde vamos siempre y cuando podamos justificar de forma agresiva y casi rabiosa nuestro orgullo sobre ideas que tomamos inadvertidamente de las mismas instituciones y estructuras que han embrutecido nuestra alma.
Lamentablemente la emancipación de estos mecanismos no es una cuestión de mera voluntad y ahí, en ese azaroso proceso de realización radica el antídoto para una sociedad que no puede ser salvada pues tiene que entender y actuar sobre su misma motivación para ser redimida, no por algún externo, sino desde su núcleo autómata, ignorante y agresivo.
La híper-modernidad resulta como efecto multiplicador de la anti-conciencia de las cosas, en dónde sin importar lo estúpido e insensato de nuestras posturas siempre encontraremos personas que se reúnan alrededor de estas y fuentes que respalden su ignominia.
Esto tiene que ver también con el muy moderno desprecio a la reflexión. El pensamiento y la contemplación son vistos como vicios de tiempos ancestrales, antigüedades que obnubilan el siempre frenético dinamismo de un mundo que se ahoga en su propia ocupación. Para el sujeto actual jugar con ideas es, primero, dudar de su propia identidad. Cuestionar sus creencias es invalidar su propio estado como individuo libre, como consciencia independiente e individual. Segundo, implica desaceleración. Frenar ante la absurda carrera de voluntades es perder la ventaja, es dudar, titubear ante una existencia que a todas luces, según el mecanismo publicitario, debería estar clara. Nos bombardean diario con señales de qué está bien y qué está mal ¿y de repente tenemos dudas? Signo de debilidad.
Pocos aceptan que somos esclavos de ideas antiguas. Somos prisioneros de Platón y su idealismo religioso, de Kant y su imperativo categórico, de Locke, de Descartes, de Marx, de Smith, de Hayek, de Keynes, de Freud; de todos aquellos que se sentaron un momento a plasmar reflexivamente su visión de las cosas. Ahora jugar con ideas y la expresión de estas es equiparado con no hacer nada. Las horas que se pasa uno leyendo, pensando, contradiciéndose y articulando párrafos es tiempo desperdiciado ante una realidad ya resuelta.
No es extraño entonces que una sociedad en dónde pensar es perder el tiempo y cuestionarse es negar la identidad propia que discutir sea un acto de provocación y no un camino hacia el acuerdo. Qué mejor manera de controlar las voluntades rebeldes que ponerlas a pelear entre ellas por las mismas ideas que se les han impuesto.
Sobre el autor:
Federico I. Compeán R.
Ingeniero mecatrónico, escritor, filósofo y demás otras actividades clasificatorias que hablan poco del individuo y mucho del entorno en el que se desenvuelve.
Su labor reflexiva pretende reposicionar la filosofía como acto y ejercicio de vida; como crítica y acto creativo a la vez.