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En una montaña sin nombre

September 30, 2015 Federico I. Compeán

Foto por Kevin Lange

La imagen toda tenía un tono amarillento y terroso. El sudor se podía sentir en las rocas y en la piel. El calor era brutal. Ahí, en la cima de esa opaca montaña se encontraban sentados los dos, cansados; pero eufóricos. Casi como si una orquestra estuviera aun tocando melodías de guerra tras de ellos. De esa altura se podía observar un río que cruzaba de norte a sur a través de un valle con tonos similares y pequeños árboles que recubrían lo que de otra forma sería una vía color ocre.

Detrás de ellos había una complejidad de circunstancias abrumadora. El pavor de una guerra de ideales vacíos los había orillado a viajar, a escapar, a matar y a morir –al menos por dentro-.  Con espadas, antorchas, algunas monedas y trucos baratos de ilusionismo; con ello habían estado recorriendo los caminos de esta hostil región cuyo nombre no vale la pena ni siquiera mencionar.

Estuvieron sentados mucho tiempo sin pronunciar una sola palabra. En vez de hacerlo, solamente se miraron a los ojos durante lo que pareció otra eternidad. Pero hasta la temporalidad de lo infinito es relativa. Algunas aves sobrevolaban el área, como expectantes. A escasos metros de ellos yacían muertos tres bandidos, con sus manos aun aferradas a sus burdas hachas y dagas improvisadas.

Al este, a unos diez kilómetros de ahí, se observaban torres y edificios hechos de la misma roca amarilla que coloreaba todo ese paisaje. Pero sus ojos seguían fijos, mirándose el uno al otro. Los de ella empezaron a titubear, a quebrarse como un fino cristal. Su expresión permanecía inmutable, pero el sonido que las lágrimas hacían al caer sobre las piedras resecas era difícil de ignorar. Él pensó en decir algo, en tocarla, en levantarse y mirar a otro lado; pero su llanto era hipnótico y; de una extraña manera tranquilizaba su alma.

No pudo entonces más que limitarse a hacer muecas que expresaban su insatisfacción con el momento, su confusión sobre el instante y la vida. ¿Quién había elegido esto por ellos? Se sintió pleno pero vacío; derrotado, como una marioneta sin alma, sin dueño. Ella se levantó, tomó su espada y con un trapo viejo limpió el exceso de sangre de sus filos. Lo hizo con una sutileza y tranquilidad que llamaban la atención. Una de las aves bajó entonces y se posó sobre un peñasco desquebrajado algunos metros frente a ellos. Los observaba. El imaginaba que ese animal los juzgaba, pero que a la vez los trataba de entender.

¿Quién podrá entenderlos si ellos mismos ignoran porque están en este tiempo y en ese espacio? El también sintió ganas de llorar, pero decidió no hacerlo. De forma similar, recogió sus cosas, las acomodo en su modesto morral. Tomó la capa rota que los bandidos le habían arrancado y, como transformándose en otro, comenzó a inspeccionar los cuerpos. Con un ligero disgusto tomó de sus cadáveres algunas monedas. Uno de ellos tenía una libreta percudida y en mal estado en su mochila. Por obra de una curiosidad casi automática, comenzó a hojearla. La letra era difícil de leer y no parecía haber mucha estructura en los textos que ahí se habían plasmado.

Fueron tal vez dos minutos en los que el joven se perdió en el enigmático cuaderno. De repente, sintió su alma escapar de su cuerpo al escuchar un balbuceo del bandido que yacía delante de él. En lo que fueron si acaso un par de segundos, el ágil viajero ya había soltado la libreta para sacar nuevamente su filosa daga. Así, en posición defensiva observó la agonía de aquel hombre.

Escupiendo sangre, el maleante trató de pronunciar unas palabras mientras apuntaba hacia la libreta. Con su mano derecha trató de alcanzarla, pero estaba muy débil para poder esforzarse lo suficiente. El joven, confundido, no supo exactamente qué hacer. Estaba visiblemente desconcertado, incluso un poco asustado. Sentía un temor leve que no tenía nada que ver con la adrenalina que apagó todo indicio de inseguridad cuando enfrentó a estos hombres.

A penas iba a reaccionar cuando su compañera se acercó, se puso en cuclillas para recoger la libreta y se la dio al moribundo hombre que la reclamaba. Ahí, desde su lecho de muerte, aun respirando sangre y tierra; hojeó con una mano el documento, como si estuviera buscando algo, como si quisiera mostrarles alguna página específica. Mientras hacía esto, él no podía dejar de observar la expresión de angustia y cansancio del bandido herido de muerte. Ella, por otro lado, estaba fascinada por el sonido y el voltear de esas hojas viejas y sucias.

El volteo frenético de páginas pronto bajó de intensidad y en cuestión de segundos el bandido comenzó a rendirse, a perder fuerza y a renunciar a la extraña esperanza que le había urgido el realizar aquel sobrehumano esfuerzo. Así, cerró los ojos y dejó de voltear las hojas. Pronto, dejó también de respirar. Su mano quedó reposando sobre un texto.

Ella, con una gracia y una compasión que nunca se ve en los hombres, levantó la mano del ahora occiso, la puso sobre él y tomó la libreta en aquella página abierta. No le pareció tan complicada la letra, y como por instinto comenzó a leer en voz alta:

“Hay veces que me da un poco de miedo el ver lo fácil que pierdo el control. Me ha pasado en más ocasiones de las que podría admitir y cada una de ellas ha sido verdaderamente aterrador el descubrir lo más profundo de mis instintos. No es que los impulsos sean reprobables por sí mismos, pero asusta encontrarlos por primera vez. Algún día esto terminará por matarme; pero sépase en ese caso que independientemente de la forma en la que muera, definitivamente habrá sido mi culpa.”

Aún sin terminar el texto, ella pudo escuchar los sollozos de su compañero. Esto de inmediato se transformó en un llanto desgarrador, en un lamento sonoro y sincero. Al voltear a verlo se encontró con una imagen descorazonadora. El joven yacía de rodillas con las palmas de sus manos en el piso, derramando lágrima tras lágrima de sincero dolor. La daga, aún en su mano derecha, no tardó en ser utilizada para golpear de forma violenta la inerte roca de esta montaña sin nombre. Ni ella ni él pronunciaron ninguna palabra.

Él siguió llorando por mucho tiempo más, hasta que por el mismo cansancio no tuvo opción más que recostarse y parar. Ella, sentada pacientemente a la orilla del barranco, volteó a verlo una última vez. Sin decir nada, se levantó, recogió sus cosas, tomó la libreta y con un paso firme y cuidadoso se acercó a dónde estaba él recostado. Se puso en cuclillas nuevamente y con un rostro de una seriedad emotiva dejó la libreta a su lado. Él la observó, mirando siempre hacia arriba. Su cara aún hinchada del llanto y su pelo largo y sucio no le dejaron ver claramente el rostro de esa mujer por última vez. El sol se había ocultado. Los edificios de aquel pueblo cercano emitían ya luces de antorchas que iluminaban de forma modesta la montaña. Ella se puso de pie y continuó su camino sin decir nada. Él sabía que esa noche dormiría ahí, sin más, en la roca y junto a esos cadáveres. Por la mañana, sin fuerzas, tendría que decidir qué hacer.


Sobre el autor:

Federico I. Compeán R.

Ingeniero mecatrónico, escritor, filósofo y demás otras actividades clasificatorias que hablan poco del individuo y mucho del entorno en el que se desenvuelve.

Su labor reflexiva pretende reposicionar la filosofía como acto y ejercicio de vida; como crítica y acto creativo a la vez.

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