Es difícil ahogarse en el infinito cuando no puede uno ni siquiera beber pequeños charcos de soledad. El mar, siempre en movimiento, ejemplifica un absoluto terrible. Una perpetuidad vacía que le habla más al infortunio y a la desesperación que el gracioso dinamismo de un río. Entre más vistoso sea el quebrar de las olas más melancólico resulta el observar al mar; pues pareciera que se burla con una gracia reservada de nuestro delirio de ser dioses.
Sus ritmos no serán nunca los nuestros. Si nuestro absurdo día a día se transformara en partitura sería una cacofonía horrible y veloz. Una frenética saturación de notas con la sola armonía de la repetición. Una obra ruidosa y relevante por virtud de lo que representa y no de lo que es. En eso nos hemos transformado, en representación y simulacro. ¿Queda algo detrás? Continuamente nos dibujamos y redibujamos. Después, al observar los bocetos de nuestra alma agregamos colores y detalles innecesarios una y otra vez sobre el mismo dibujo. Debajo de la pintura seca y los trazos exagerados solamente existen curvas tenues que se borran y manchan al pasar suavemente la mano por encima.
Nos construimos de afuera hacia adentro, tomando fragmentos de lo poco que nos queda de realidad. Ya nada existe más allá del consumo. Lo observamos y nos “entretenemos”; así asimilamos ahora nuestro presente. Solo existe lo que nos permita sortear el bosque encantado del aburrimiento.
La quietud se volvió sinónimo de pánico y debilidad. Si está quieto hay que moverlo del camino, transformarlo, destruirlo. ¿Quedan aún poetas? Parece que ya nadie le escribe a la muerte, y porqué habrían de hacerlo si esta es aburrimiento eterno.
Esquizofrenia existencial. Solo nos interesa escuchar nuestra propia voz disfrazada de ajena. Pero cuando el cuarto de espejos nos muestra vacíos y horripilantes facetas propias, entonces culpamos a la invisibilidad de lo posible y al mítico “otro”. Ese enemigo que se encuentra afuera, distinto e incomprensible… pero ante todo, impráctico. La practicidad, la comodidad, la vida sin daño es la moralidad de nuestra generación. Ya no nos basta con entendernos como una especie de deidad consciente, sino que es necesario ser la deidad de otros, el telos de todos los que habitan nuestro espacio. El dolor nos entretiene siempre y cuando no sea nuestro.
Nos emocionan las alegorías que hablen de nosotros. En sus dibujos nos encontramos todos, pero solo buscamos el yo. Los plurales ya no tienen sentido. Nos estorban. Nos incomodan. Nos desdibujan. Es ironía, pero no coincidencia, que en un presente donde nuestra identidad se ha vuelto frágil, genérica e irrelevante nos empeñemos, incluso de manera violenta, en reivindicarla, validarla y expresarla como lo que somos: fragmentos de consumo.
Desaparecieron los ideales y los sentimientos. Los tiramos a ese mismo mar que repudiamos por recordarnos el vacío y el absoluto. Nos deshicimos de ellos por imprácticos, por volátiles, porque nos recordaban de forma muy dolorosa lo que realmente significaba existir. La estética se convirtió en diseño y en un mundo de funcionalidades solo podemos responder con existencias parametrizadas. Un poco más de angustia, un poco menos de dolor, una nueva función de opresión y algunos vectores de ideología vacía con colores brillantes. Bellas y vacías máquinas humanas.
Sobre el autor:
Federico I. Compeán R.
Ingeniero mecatrónico, escritor, filósofo y demás otras actividades clasificatorias que hablan poco del individuo y mucho del entorno en el que se desenvuelve.
Su labor reflexiva pretende reposicionar la filosofía como acto y ejercicio de vida; como crítica y acto creativo a la vez.