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Vanidad de vanidades pt. 2

November 22, 2014 Luiz A. Canedo

Fotografía: Fuente

No hay nadie que no haya sufrido una decepción ¡todo eso tiene tan poca importancia!” dijo Varinka tomando su sombrero, y besando otra vez a Kitty, sin haberle dicho “lo que era más importante”, se alejó y desapareció en la oscuridad de una noche de verano, llevándose el secreto de su decoro y su envidiable tranquilidad.”

Ana Karenina.

Tengo algún tiempo leyendo esta novela de León Tolstoi, y me topé con una pequeña escena que no salió en la adaptación al cine con Keira Knightley: es el encuentro de Kitty y Varinka, dos personajes que han sufrido desilusiones amorosas (bueno, en realidad todos en el libro se la pasan sufriendo desilusiones románticas, pero vamos a enfocarnos en estas dos). Lo llamativo de este encuentro es la manera en la que ambas lidian con sus respectivas cargas: Kitty se encuentra tan devastada por la desilusión que su familia piensa que está enferma y llama a distintos doctores. Éstos le recomiendan viajar al extranjero como tratamiento donde conoce a Varinka, quien, a pesar de que su prometido se terminó casando con otra, se encuentra con una paz imperturbable. Y no es que no le duela la herida, pero es capaz de vivir con la cicatriz. Al conocerla, Kitty intenta saber desesperadamente cuál es el secreto. Varinka no sabe muy bien cómo contestar a la desesperación de Kitty y se limita a responder con sencillez que “hay muchas cosas más importantes”.

Algunos tal vez quisieran tomar a Kitty por los hombros y soltarle un -“ya supéralo, mujer”-, pero en su defensa, estamos hablando de una época en la que la completa valía e identidad de las mujeres vienen de casarse “tipo bien” (ahhh cómo han cambiado las cosas en Monterrey, ¿no?). Sin embargo, también es cierto que todos en algún momento nos encontramos en ese lastimero estado de un amor no correspondido. En la misma novela, alguien afirma que “el amor es una enfermedad que todos tiene que padecer en su momento, como la varicela”. Nos rompen el corazón, y lo rompemos contra otros. Es una quebradera sinfónica en todo el mundo, todo el tiempo. Algunos sanan rápidamente, otros tenemos hemofilia emocional. Sin embargo, creo que cuando escribe el encuentro de estas dos mujeres Tolstoi está apuntando a algo más profundo que la capacidad de coagular un desamor más rápido que otros.

Ernest Becker, en su ensayo “La negación de la Muerte”, explora la necesidad que tenemos de darle sentido a nuestras vidas ante la inevitable visita de la Parca. Él considera que tenemos una necesidad innata de entregarnos a algo superior a nosotros, de donde provengan nuestro sentido de aprobación, identidad y propósito. Para lidiar con esta necesidad acudimos a tres soluciones: una de ellas es a través de la trascendencia de nuestra obra, sobre la que ya escribí brevemente. La segunda, es lo que Becker llama “La solución romántica”.

Básicamente, dado que el hombre moderno ya no tiene un Dios al que acudir en búsqueda de identidad, sentido, valor o salvación, lo busca en la persona amada: ella es nuestra nueva deidad:

“…el hombre moderno se ha arrinconado a si mismo en una situación imposible. Aún necesita sentirse heróico, de saber que su vida importó; aun necesita sentirse “bueno” para algo verdaderamente especial. Si ya no se trata de Dios, entonces ¿qué?. Una de las primeras maneras que se le ocurrieron fue “la solución romántica”: arregló su necesidad de heroísmo cósmico en otra persona en la forma de objeto amado. La auto-glorificación que necesita en su naturaleza más profunda, ahora la busca en su amante. El amante se convierte en el ideal divino para darle sentido a nuestras vidas …Es verdad que a lo largo de la historia siempre ha habido una competencia entre objetos de afecto humanos y divinos… pero la mayor diferencia es que la sociedad tradicional, el amante no sería completamente absorbido en la dimensión de lo divino; en la sociedad moderna si lo hace”

Sólo escuchemos la letra de nuestras canciones:  “eres mi religión”, “mi salvación, mi esperanza y mi fe”, “mi credo”. Usamos palabras reservadas en el pasado para nuestras deidades. Buscamos eternidad, hacer una entrega absoluta, dar devoción completa, y la queremos entregar a nuestras parejas. Encarnamos al dios romántico en uno o múltiples avatares.

El problema con los dioses de carne es que eventualmente se rompen: aquella persona que creíamos era la solución de nuestro vacío existencial es tan imperfecta como nosotros. Ernest Becker (un ateo, por cierto) continúa:

“Incluso el que juega el rol de Dios en la relación no puede soportarlo por mucho tiempo, ya que en algún nivel, sabe que no posee los recursos que el otro necesita y exige. Él no tiene la fuerza perfecta, seguridad perfecta, el heroísmo seguro.”

En otras palabras ¿cómo podemos esperar salvación de alguien que también necesita ser salvado? Buscamos que nos den una aprobación que no podemos darnos a nosotros mismos, pero ¿cómo recibir la aprobación de dioses que también necesitan de aprobación? El que hace de Dios en la relación “no puede soportar la carga de la divinidad, por lo que debe resentir al esclavo. Además, siempre está ahí la incómoda realización: ¿cómo se puede ser un verdadero dios de un esclavo es tan miserable e indigno?“.

Culturalmente estamos obsesionados con enamorarnos: fall in love or die trying . Pero ¿por qué centrar nuestras vidas, y nuestro valor en algo tan volátil?

No digo que el amor romántico no importe. No digo que haya un dolor inherente al riesgo de amar. Pero si nuestra respuesta a la afirmación de que “hay cosas más importantes” es, como le contestó Kitty a Varinka, “¿cuáles?” estamos mostrando síntomas de un vacío existencial profundo que intentamos llenar por medio de romance.

Tal vez, como Kitty terminará descubriendo en la vida de Varinka, la respuesta está en dejar de entregarse un dios mortal y regresar a la entrega de Uno eterno. Tal vez, incluso si ya lo hemos encontrado, sea necesario recordarnos que pueden no haber suficientes doctores para los corazones rotos de esta ciudad, pero hay cosas más importantes de qué preocuparse.


Sobre el autor:

Luiz A. Canedo

Bloggero de opiniones que nadie pidió, fotógrafo compulsivo, músico callejero, viajero con un talento natural para perderse, teólogo de café, político de sobremesa y pecador en rehabilitación, narcisista autodescriptivo.

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20 de Noviembre

November 20, 2014 Federico I. Compeán

Fotografía: Fuente

Hace más de 100 años el país se vio envuelto en uno de los períodos más sangrientos y de mayor inestabilidad política y social en la historia de la nación. El 20 de noviembre es la fecha que elegimos conmemorar ese período año con año, dando vitoreo a los supuestos héroes revolucionarios que forjaron el México en el que nos tocó vivir. La verdad es que al día de hoy, poco parece haber cambiado.  

Sin querer caer en sentimentalismos históricos o, por el contrario, apuntar las ironías de rememorar acontecimientos de hace un siglo que aún reflejan el accidentado proceso de formación del país; si es importante hacer énfasis en el contexto de un 20 de Noviembre como el que hoy estamos a punto de vivir.

El clamor del pueblo –ese pueblo minoritario con acceso a internet y a los medios masivos de comunicación- es de hastío y cansancio ante el agravio de los normalistas desaparecidos. Una tragedia que trae consigo un peso ya mayormente simbólico que de verdadero desprecio por el hecho violento en sí.

Aquí surgen entonces dos corrientes completamente opuestas –como es tradición de los juegos políticos modernos- y un eje común que reverbera en el contexto de muerte, violencia y caos que Noviembre materializa en su cotidiana naturaleza.

La primera habla de una indignación casi mecánica. Fuera de los familiares de los normalistas desaparecidos, la labor simbólica de falsa apropiación del sufrimientos de muchos de los indignados no es solo predecible, sino molesta. Habrá quien haya tenido la sensibilidad y la empatía para reflexionar esto más allá de otra gran emergencia que requiera posters, hashtags y marchas; pero la mayoría son los mismos inconformes que, cuál nómadas, emigran de crisis en crisis para explotarla acorde a su hambre ideológica, política o propiamente de ego. Así, a lo largo del desarrollo de este acontecimiento tan terrible, poco a poco nos dejarán el campo de ideas en el mismo estado de aridez que lo encontraron al tiempo que se movilizan al siguiente gran escándalo; sea real o creado.

La segunda corriente atiende a los que les ofenden las formas. Esos prístinos estetas de la oficialidad que se consideran ciudadanos modelo; apelando a la difusa moral de tradiciones, leyes y principios anticuados de buen comportamiento, orden y compostura. Son esos que prefieren reclamar la quema de una puerta a la quema de los estudiantes. Aquellos que encantan de escupir la gran falacia de nuestros tiempos –potencializada por un buen número de literatura de auto-ayuda- de que el cambio empieza por uno mismo.

Cuando desnudamos ambas corrientes nos topamos con el mismo absurdo en su estado puro e inalterado. La raíz de los insufribles comentarios y conductas de ambos perfiles de ciudadanos de opinión es la misma. El mismo núcleo podrido, blando, plano y vacío en perpetuo encarcelamiento consciente. Ambas exhiben el mismo fervor involuntario de asfixiar cualquier signo de pensamiento crítico.

No hay que equivocarnos, no en un momento tan grave, tan veloz y tan peligroso. Ahora que no podemos abrigarnos del frío que siente nuestra humanidad al ser despojada de toda justificación existente de sentido es cuando más despiertos tenemos que estar. Ese mordisco gélido de realidad en los huesos es de los pocos recursos con los que contamos para entender y re-entender la naturaleza y significado de la palabra Revolución.

La realidad nos está jugando sucio, muy sucio. La inercia de seguir en este infructuoso juego de reclamos, culpas, indignación y simbolismos es caer, de nueva cuenta, en el engañoso mundo de apariencias que nos ha hundido en esta barbarie moderna. No podemos sucumbir ante la hipotermia intelectual, espiritual y vital en un momento histórico tan importante.

El teatro del Estado es poco más que una burla. El que sigamos embobados con sus dramas, hábitos y espectaculares puestas en escena es poco más que vergonzoso. “Fue el Estado” reclamamos mientras en una cruel ironía exigimos a ese mismo Estado ilegítimo que transfigure en un poder lo suficientemente grandioso para curar la misma mezquindad con lo que lo formamos.

El crimen organizado se ha vuelto otro concepto estático más. Una palabra que de inmediato da carta abierta a nuestras cansadas mentes para evitar cualquier tipo de reflexión ante la multi-variabilidad de nuestro detestable presente. Hay un crimen organizado, y eso es razón suficiente para entender el –casi lírico- absurdo de nuestra maldita realidad.

Las palabras subrayadas son altamente ambivalentes, confusas y endebles. Sin embargo son pilares de todos los argumentos y pseudo-argumentos que potencializan el actuar del grueso de nuestro sector activamente participativo. Es importante entender estas contradicciones. Ser lo suficientemente humilde como para renunciar, no al espíritu de lucha e inconformidad, sino al círculo vicioso que nos hace alucinar que el país va a cambiar a través de los mismos mecanismos que lo tienen podrido. Es igualmente estúpido pensar que el gobierno, en cualquier nivel, tomará responsabilidad de nuestra precipitación colectiva al abismo; como el imaginar que si no damos mordida y nos portamos bien; en unos cuantos años el tejido social se regenerará por sí solo.

El día de hoy hay que salir a las calles, pero no para llenarlas de consignas repetitivas y vacías. No para gritar frases de mercadotecnia ideológica y de política compasiva. No para ofender a las instituciones con la misma violencia que nos obliga a refugiarnos en ellas. No para legitimar al Estado dándole la cara por los crímenes que este cometió. No para exigir infantiles nociones de justicia mal entendida, ni para expiar nuestra mediocridad moral en un acto simbólico de catarsis.

El día de hoy hay que retomar las avenidas del país con la misma fuerza y convicción con la que tenemos que retomar las avenidas de nuestra mente. Hay que salir para aceptar, con humildad, que el fracaso es colectivo y la justicia no vendrá desde fuera. Hay que marchar para encontrar el camino, el diálogo y la reflexión en comunidad. Hay que salir a enfrentar nuestra vulnerabilidad y retar las barreras de poder ficticias que se elevan por sobre las mismas apariencias de las que damos licencia en nuestro andar diario.

Así como la revolución comenzó el 20 de Noviembre y aún sigue sin terminar del todo; así tenemos que salir con la convicción que los únicos cambios rápidos son aquellos que se fuerzan a través de la violencia y cuyos espectros permanecen más allá de la muerte de cualquier ideal histórico.


Sobre el autor:

Federico I. Compeán R.

Ingeniero mecatrónico, escritor, filósofo y demás otras actividades clasificatorias que hablan poco del individuo y mucho del entorno en el que se desenvuelve.

Su labor reflexiva pretende reposicionar la filosofía como acto y ejercicio de vida; como crítica y acto creativo a la vez.

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Nacer y Morir

November 18, 2014 Federico I. Compeán

Fotografía: Road to Eternity

No hay razón para temer a la muerte después de haber nacido. Si nuestra conciencia recordara ese estado previo al existir individual, recordaría entonces el insoportable temor al nacer.

Nacer es fragmentarnos del todo, es olvidar que pertenecemos al Universo. Es comenzar el doloroso proceso de auto-realización desde cero. Es iniciar una momentánea salida de la eternidad. Es algo verdaderamente aterrador.

Esa angustia; sin embargo, es deliciosa, motivante y valiosa. Lo es cuando se le descubre y se le comprende. ¿Quién no ha experimentado ese aterrador escalofrío de la desesperación? Ese instante dónde te encuentras totalmente consciente de la realidad que te rodea y al encontrarse fuera de nuestro control y desviada del sendero de la ética del todo, una angustia existencial y trascendental se apodera de ti. Esa realización es de lo que esta hecho el verdadero existir.

Ahora imaginemos el crudo y vivo terror de ese escalofrío potencializado en la expulsión del absoluto de las conciencias. Ese es el verdadero miedo, el miedo a nacer.

Bajo esa luz, la muerte es un proceso de alivio. Un rencuentro con la intangible y abstracta naturaleza del alma. El alma que no se explica ni en materia, ni en espiritualidad, ni en dualidad. Un alma que se explica en abstracción racional, no de una naturaleza inexistente del hombre, sino en la potencialidad absoluta de la historia del todo; ese todo banalmente denominado como Universo. Que importante es entonces la muerte en el proceso evolutivo del alma. Esa que nos pertenece a todos.

Si razonamos la muerte a partir del intelecto formalista, rígido e incompleto; es entendible que la comprendamos como algo insoportablemente aterrador. Y en esa realización se captura la ironía latente del estado actual de las cosas. Hemos racionalizado la existencia de forma tan burda y particularizada que nuestras revelaciones han provocado los mismos sentimientos irracionales y contradictorios que alimentan el miedo a vivir y a morir.

Hemos alejado el pensamiento de la universalidad, del colectivo, de la conciencia del mundo. Hemos olvidado la poderosa totalidad de la que todos compartimos un fragmento. Individualizamos las conciencia al tiempo que masificamos los pensamientos. Dominamos la receta de la alienación. Socavamos la potencialidad con aislamiento emocional e intelectual mientras mal direccionamos la unión confundiéndola con conglomeración y estandarización de conductas, valores y pensamientos.

Hemos reducido la existencia a la mecanización del actuar humano. Sometimos a la naturaleza sometiendo nuestra misma humanidad. Ahora somos esclavos de la gestión de nuestra racionalidad vacía. Hemos olvidado que somos todo, que tu eres yo y que somos uno solo; más no uno mismo. Es por ello que tememos a la muerte y olvidamos la angustia del nacer.

Lamentablemente es difícil escapar. Se castiga a quién lo intenta. Las masas se escandalizan cuando el estado de las cosas se cuestiona; cuando su visión de la vida se derrumba, cuando ven en alguien la potencialidad que poseemos todos, realizada. Ese temor colectivo ha creado mecanismos para reforzar y prevenir que se quebranten nuestras falsas y anacrónicas nociones de seguridad. Por un error del pensamiento hemos aprendido a temerle a la libertad. A esa libertad entendida y reflexionada como la comprensión profunda de nuestro existir particular en el esquema del todo. No a la versión miope y limitada que se nos da bajo conceptos “liberales” vacíos ya de toda relevancia. Es precisamente esa premisa “libertaria” que se reduce al superficial e ilusorio acto de elegir dentro de un esquema limitante y limitado la que nos ata permanentemente a la mecanización y reducción de la vida.

No se tiene ya la sensibilidad ante la delicada angustia que conlleva el existir consciente. Esa sensibilidad que se siente y se expresa más allá de todo lenguaje. Esa actitud de la que es verdaderamente posible el enamorarse, en el amor entendido como racionalización del vivir colectivo, de la búsqueda de fragmentos, del placer de sentir y sufrir. Ese amor que se nutre de la libertad descrita anteriormente. Porque no podemos confundir la angustia y desesperación del despertar estético hacia la vida con el detestable motor de nuestra misma esclavitud: el miedo.

El traicionero e ilusorio flujo del tiempo permanece neutral ante esta dialéctica universal. Cada instante se sublima y trasciende en su reflexión. Reflexión que requiere tiempo, inspiración y realización de su propia importancia. Requiere que se camine despierto, que se sueñe al dormir y que quiera uno levantarse caminando. Pero el tiempo no alcanza ya. Luchamos contra él para sobrevivir sin darnos cuenta que al sacrificarlo estamos sacrificando la misma vida que pretendemos salvar.

Quisiera vivir para fotografiar cada momento en mi mente, para llevar la insignificancia y sus nimiedades a la trascendencia que se han ganado con su solo existir. Quisiera vivir para sublimar el todo, para intentar comprenderlo, capturarlo, expresarlo y descansar en él y en la infinidad del lenguaje que lo representa. Sin embargo estamos condenados a ver y oír todo esto sin observarlo ni escucharlo.

Esta esclavitud relativa que vivimos ahonda el vacío natural de nuestro ser, trastornando la delicada y sensible angustia del existir en un miedo a la vida, a la libertad, al amor y a la muerte. Ese vacío, al ensancharse y profundizarse, nos demanda el ser llenado con sinsentidos que alivien ese irracional temor de desperdicio y soledad. Pero al intentarlo llenar solo alimentamos más su misma vacuidad; pues no solo nublamos nuestros sentidos al hacerlo; sino también nuestra mente y nuestra alma.

Hemos intentado llenarlo con alcohol, con comida, con falsas pretensiones, con fanatismos, con esperanzas vacías, con luces, con humo, con danza, con auto-destrucción, con maquillaje, con superficialidad, con religión, con compañía, con ilusiones, con trabajo, con lucha, con clasificaciones, con caricias, con ruido, con sexo, con imágenes, con droga, con “arte”, con metas inalcanzables, con discursos, con silencio, con anestesia.

Esa absurda reducción del ser es la que termina por fulminar no solo nuestra existencia; sino la colectividad de nuestras sociedades. Esa es la verdadera ignorancia, la que nos ha destruido y nos ha hecho fracasar. La ignorancia voluntaria ante la existencia.

¿Qué hay de malo entonces en morir? ¿No es entonces evidente que nacer es una mayor desgracia?

Que fácil es darse cuenta de todo lo que está mal en este mundo. Es tan sencillo que muchos se han dado cuenta ya de todo esto. Otros incluso lo habían visto venir desde hace décadas, desde la perspectiva de otros siglos. Y aun así, vale la pena repetirlo una y otra vez hasta que todos y cada uno de los fragmentos de este mundo den cuenta de estas evidentes revelaciones.

El tratar de salvar al mundo conlleva en sí un dejo inherente de arrogancia, egoísmo y soberbia. Por otro lado, la humildad del alma recae en la fe de que el mundo debe y puede salvarse así mismo.


Sobre el autor:

Federico I. Compeán R.

Ingeniero mecatrónico, escritor, filósofo y demás otras actividades clasificatorias que hablan poco del individuo y mucho del entorno en el que se desenvuelve.

Su labor reflexiva pretende reposicionar la filosofía como acto y ejercicio de vida; como crítica y acto creativo a la vez.

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Esperanza y otras burlas modernas

November 11, 2014 Federico I. Compeán

Fotografía: Fuente

Dicen que la esperanza muere al último, lo cual me hace cuestionar si entonces todo esto debió haber llegado a su fin hace ya algunos años. Hablar de muerte en la actualidad invita de forma automática a hablar de violencia, pues en México ambas se han vuelto inseparables. Lo que anteriormente era una fecha para recordar a los que, por la misma inevitabilidad de la muerte, partieron antes que nosotros; ahora es un desagradable recordatorio de que vivimos en un país donde la vida no se respeta.

Lo anterior ya alcanza a sonar cliché, con todos los signos alarmantes que eso conlleva. La más reciente y relevante crisis de nuestro desquebrajado Estado es, claramente, Ayotzinapa. Es triste el sentirme apesadumbrado por el solo hecho de tener que estructurar un discurso sobre esta coyuntura tan terrible; aunque después, ante el reconocer que todo este entresijo es utilizado como recurso de mercadotecnia federal; me remonto a la Rana René como figura de liderazgo auténtico y se me pasa.

Lamentablemente es muy probable que no encuentren a los 43 desaparecidos así como no han encontrado a los otros 25,000. Pero así, con un par de meses de "esfuerzo" e "investigaciones" el Estado habrá justificado la condición actual de las cosas. Se tendrá la ilusión de compromiso, cierto salpique político al PRD y en una cuantas semanas cerrarán todo el show al tiempo que México estará listo para volver a su insoluble realidad.

Es casi molesto ver cómo la gente, en todos los niveles sociales, intelectuales o políticos, dan un estandarizado pésame a la nación al tiempo que se rehúsan a cuestionar o interiorizar la magnitud de la crisis. Para muchos el tema resulta totalmente “nuevo”, lo cual ya es indignante. Así, una masa de mediocridad intelectual se abalanza a soltar opiniones, quejas y recomendaciones sobre una realidad que voluntariamente ignoran.

Anteriormente me parecía pretensioso excluir o demeritar opiniones de temas sociales o políticos por la idealización estúpida de que cualquier signo de participación era positivo por sí mismo. Pero así como la ética me ha llevado a cuestionar la inherencia de la moralidad en actos sin contexto; así las opiniones ignorantes e irresponsables de aquellos que aún consideran a la televisión una autoridad crítica me han llegado a parecer detestables.

Se podría decir que la esperanza, entonces, ha muerto en mí. Que su accidentada trayectoria en mi endurecido corazón llegó finalmente a su fin al encontrarse con golpe tras golpe de prepotente antipatía y el sofocante aroma de una presunta intelectualidad. Con un abierto nihilismo “reconstructor” es posible incluso disfrazar cierto dejo de vitalidad existencial en mi negativismo burdo y, casi, ofensivo. Las estelas de sarcasmo embebidas en este texto complicarían incluso la supuesta seriedad e intención del mismo; sin embargo todos estos sentimientos se han vuelto tan intercambiables y cotidianos que al re-leer estás líneas siento un tono principalmente objetivo.

La realidad es que este tipo de pesimismo excluyente y crítica, aparentemente vacía, se han vuelto los pocos sentimientos sinceros que puedo rescatar de la retórica diaria de un México en colapso. Vale entonces citar a Dewey para tomar un respiro y continuar la reflexión de manera más amigable:

 

“La grave amenaza a nuestra democracia no está en la existencia de estados totalitarios extranjeros, sino en la existencia, dentro de nuestras propias actitudes personales y dentro de nuestras propias instituciones, de condiciones semejantes a las que en otros países extranjeros han dado la victoria a la autoridad externa, a la disciplina, a la uniformidad y a la sujeción al líder. En consecuencia el campo de batalla está también dentro de nosotros mismos y de nuestras instituciones”1

 

Si leemos el párrafo anterior con el mismo desahucio cognitivo con el que respiramos el día a día, podríamos rápidamente interpretar algo en el orden del “cambio está en uno mismo”. Discurso ridículo, complaciente y uno de los preferidos de esos enviciados amantes del “pensamiento positivo” que asumen que al cubrir la mirada con un filtro rosa todo retoma sentido, incluyendo nuestra ficticia racionalidad.

Sin embargo lo que Dewey describe arriba es un llamado de atención a una condición característica de hoy en día: la superficialidad. Una superficialidad adoptada como el disfraz preferido de la indiferencia moderna. No es que nos hayamos rehusado a actuar u opinar; sino que nos hemos rehusado a hacerlo de forma consciente, crítica y reflexionada. La crisis que describe entonces no es de valores, ni de medios, ni de métodos; sino de propósito. Vamos como una boya sin amarras diría Ortega y Gasset, quien desde principios del siglo XX –es decir, hace más o menos 100 años- ya advertía esta crisis del espíritu humano.

Resulta entonces intelectualmente doloroso para nuestra generación el darnos cuenta que somos la materialización de todo aquello que los prominentes intelectuales del siglo pasado temían para las sociedades modernas. Somos una pesadilla histórica hecha realidad. Somos prueba viviente de que el vínculo entre razón e historia es más frágil de lo que cualquier teórico de la Escuela de Frankfurt pudo anticipar. En pocas palabras somos la generación que mejor refleja (a la fecha) el triunfo del hombre masa:

 

“… hombre que no quiere dar razones ni quiere tener razón, sino que, sencillamente, se muestra resuelto a imponer sus opiniones. He aquí lo nuevo: el derecho a no tener razón, la razón de la sinrazón […] la manifestación más palpable del nuevo modo de ser de las masas”2

 

Podría citar aquí todo aquel brillante ensayo que desmenuza el fenómeno de las masas y no habría una sola idea que no describa nuestra inmadurez colectiva. Así, nos perfilamos como la generación más avanzada y rica en recursos tecnológicos y económicos al tiempo que somos una especie de retroceso intelectual y humano. Una combinación tan peligrosa como el caso de esos ingenuos niños que toman una Uzi en un campo de tiro solo para perder el control y dispararse ellos mismo en la cabeza. Lo más aterrador es que son nuestros padres quién nos han autorizado (e insistido) en hacer tal estupidez.

Pero dejémonos de alegorías y tomemos otro de esos bellísimos ejemplos con los que no bendice nuestra masificada cultura de medios. Esa nefasta producción cinematográfica llamada “La Dictadura Perfecta”. La parodia solía ser un fino e inteligente juego entre la realidad, la ficción y la divina comedia. Esta obra de Luis Estrada no solo es mediocre; sino burda, aburrida y, desde esta óptica de crisis reflexiva, dañina. Carente de ritmo y con su “broma” principal extendiéndose alrededor de 40 minutos más de la cuenta, sus mejores chistes son malas re-ediciones de instancias jocosas de la vida real en nuestras redes sociales. No aporta nada al tema, no dice nada que no se sepa, no profundiza (o si quiera intenta hacerlo) en ninguna circunstancia y obviamente no posee ninguna contribución en términos creativos o cinematográficos.

Es un llamado desesperado a reírnos de nuestro patético presente; porque en México, para bien o para mal, no se pierde nunca el sentido del humor. De esta manera nos enfrascamos sin querer en un pesimismo ético disfrazado con el empalagoso caramelo de la comedia mediocre. La película es reflejo de los mismos memes que intenta emular. Un retrato de la impotencia cotidiana, de lo infructuoso de nuestra crítica y de lo mecánico de nuestro actuar. Nos invita a intentar reír pues ya nos hemos cansado de llorar. Nos invita a seguir siendo inconsecuentes, pero en vez de en el dolor lo haremos en la risa. Nos invita a anestesiarnos y seguir perdiendo la poca sensibilidad que nos queda para quedar, ahora sí, totalmente adormecidos ante la descarada y desgarradora realidad de nuestros tiempos. Este tipo de contenidos continúan, irónicamente, preparando el terreno para todo aquello que intentan criticar.

¿Qué nos queda entonces si argumento que la misma esperanza ha muerto ya? Entendamos bien la bifurcación delante de nosotros. La muerte no es precisamente el final y la burla no tiene tampoco por qué ser negativa. Despertemos al absurdo con aquella lucidez que Camus invitaba en sus devenires existenciales y emancipémonos de la paralizante esperanza de un final deus ex machina.

No existen especialistas cuando la racionalidad misma pesa. Dejemos el vicio mexicano del caudillo, del experto, del que espera un líder que nos diga qué hacer. Retomemos nuestra individualidad, no como alegoría de consumo; sino como estandarte de creación. Hagamos de la crítica un ethos de acción y no un artefacto discursivo.

Dejemos de buscar afuera, de seguir a gente de otros países que no entienden la mexicanidad, de menospreciar la opinión del trabajador, de ignorar el inmaduro reclamo del joven, de escuchar al líder que vive de ser mercenario del Estado, de creerle al académico que no deja espacio para preguntas, de respetar al emprendedor que replica en vez de crear, de admirar al filántropo que no cuestiona la existencia de la filantropía, de exaltar al artista que nos dice cómo debemos interpretar su obra, de reconocer al innovador social que nunca ha hecho sociedad ni con sus vecinos, de creer en el periodista de opinión que se resguarda en medios ilegítimos o de aspirar a ser aquellos individuos con los cuestionables estilos de vida que envidiamos.

Hace falta ir más allá, más adentro y más al fondo de las ilusiones que protegen el núcleo de la eterna pesadilla de un México destinado al milagro de un mítico y grandioso despertar; pues cuando el país esté listo para hacerlo es posible que no haya mucho por lo que valga la pena estar despierto.

 

1. John Dewey en Libertad y cultura (1939), México, Uteha, 1965

2. José Ortega y Gasset, La rebelión de las masas, México, Colección Austral, 2010


Sobre el autor:

Federico I. Compeán R.

Ingeniero mecatrónico, escritor, filósofo y demás otras actividades clasificatorias que hablan poco del individuo y mucho del entorno en el que se desenvuelve.

Su labor reflexiva pretende reposicionar la filosofía como acto y ejercicio de vida; como crítica y acto creativo a la vez.

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Vanidad de Vanidades pt. 1

November 11, 2014 Luiz A. Canedo
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Fotografía tomada de “Año Nuevo a la Teotihuacana”

“¿Qué provecho tiene el que trabaja, de aquello en que se afana? Yo he visto el trabajo que Dios ha dado a los hijos de los hombres para que se ocupen en él. Todo lo hizo hermoso en su tiempo; y ha puesto eternidad en el corazón de ellos, sin que alcance el hombre a entender la obra que ha hecho Dios desde el principio hasta el fin.” Eclesiastés 3:9-11

 

Hace unas semanas, el disco duro con muchísimo de mi trabajo fotográfico y fílmico decidió colapsar. Esa fue, de hecho, una de las razones por las que tomé la decisión de finalmente empezar a publicar en este blog las fotografías que accidentalmente respaldé.

El trágico evento de mi disco me puso a pensar sobre la fragilidad de nuestro trabajo, de lo rápido que pueden llegar a quedar en el olvido nuestros esfuerzos: Vanidad de vanidades, todo es vanidad, dijo el Predicador.

Ernest Becker en su ensayo “La Negación de la Muerte” habla de cómo los seres humanos buscamos 3 soluciones  para lidiar con la inevitabilidad de nuestra muerte. Una de ellas es la creación, la trascendencia por medio de nuestro arte. Sin embargo, como lo comprobó mi disco duro ¿qué garantía tenemos de que nuestro Arte nos trascenderá y será nuestra aportación al futuro? ¿qué pasa si nuestros libros se queman con la biblioteca de Alexandría?  ¿qué pasa cuando caemos en cuenta de que tarde o temprano, nuestra obra se pierde para siempre?.

El Arte termina siendo insuficiente para darle un propósito último a nuestra propia existencia. La conclusión a la que llego es que una pieza artística está destinada para ciertos espectadores en un tiempo determinado: tal vez sean millones por generaciones, o tal vez sean unos pocos testigos de un estornudo en la Historia del Arte.

Ahora bien, nuestra obra podrá no ser eterna, pero existe la posibilidad de que llegue a encender un pequeño chispazo de eternidad a otro ser humano, algo que se queda con ellos y los transforma (¿transtorna?) y para los que creemos en la inmortalidad del alma humana, eso convierte nuestro trabajo artístico en algo eterno. Así que, mientras espero que los cirujanos digitales me avisen cuánta información pudieron rescatar de mi disco duro, y tratando de prolongar un poco más la existencia de mi obra, seguiré subiendo fotografías a la nube, y escribiendo mensajes en esta botella que lanzo cada semana al océano digital : existan el tiempo que tengan que existir, véanlas quien deba verlas, y bailemos mientras dure la canción: puede que la melodía haga eco en el infinito.


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Luiz A. Canedo

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