Fotografía: Art of HDR
Escribir no es muy diferente a tomar una fotografía. Incluso cuando no se entiende bien su significado o intención, cuando se hace se captura un momento y, al leerse, evoca una memoria. No tengo ningún otro interés en este texto que eso; capturar de forma detallada un momento que puede ser o no ser significativo.
Hay un aire especial en las capitales europeas, uno que despeja la sensación gris y espesa que este continente viejo produce. Ese aire solo pude sentirse en sus plazas, en sus cafés y en sus bares. El inverno ha terminado, pero la primavera se ha mostrado tímida con sus caricias. El viento aun es frío y bajo la sombra es difícil permanecer durante mucho tiempo si un buen abrigo.
Resulta interesante ver como el clima, algunas veces, se transforma en alegoría histórica. Al final –y también al principio- el leitmotiv siguen siendo los ciclos. Visitar museos y plazas es casi una compulsión cuando se camina en ciudades desconocidas. Hoy, más que en tiempos anteriores, pretendemos absorber ideas de cultura e historia de forma rapidísima, al tiempo que cumplimos con las conductas que requieren de nosotros en esta sociedad normal y normalizante. La foto, el sitio, la Iglesia, la comida: una historia personal y prefabricada a la vez.
Los palacios, catedrales y jardines no dejan de impresionar. Recuerdan una época en la que las voluntades individuales podían exponencializarse en la dimensiones de la voluntad de un pueblo entero. Sin embargo resulta incómodo el imaginar como décadas enteras pueden reducirse a breves párrafos en una placa de acrílico. ¿Es acaso tan débil la inercia colectiva de los pueblos? La historia individual desaparece en la vastedad del grandioso discurso histórico. Ese que coloca en perspectiva secuencial una serie de acontecimientos mayormente espontáneos. La falsa claridad del pasado es un vestigio de nuestra arrogancia como colectividad. Sin duda hemos dejado de creer en esa historia, en esos arreglos. Pero pareciera que también hemos optado por dejar de creer en nosotros. Hemos dejado de creer en algo. Cualquier cosa.
Berlín es una ciudad que respeta su memoria. Lo hace, pienso, por miedo y tienen razón. Cada año que pasa ese miedo se vuelve más intenso, más incierto. La marea del tiempo parece ser más agresiva y turbulenta hoy que en épocas anteriores. Aunque, ¿no es condición de nuestro tiempo el exagerar sus características? Si alguien de generaciones posteriores leyera estas líneas tal vez podría reflexionar sobre este pensamiento con mayor claridad. Existe, sin embargo, el peligro de que en la misma forma exagere su propio momento y tenga un juicio tan incompleto y sesgado como el mío.
El tema de las voluntades siempre resulta interesante. Los monumentos a la memoria son como una disculpa inconsciente del colectivo. Como un mensaje hecho por compromiso con generaciones posteriores. Por ello, se antojan como emblemas débiles, casi obligados, de una voluntad no del todo comprendida. Pequeños puntos blancos y negros en un paisaje complejo de sangre y brutalidad. Una respuesta forzada y vergonzosa ante la confusa moral de la progresión histórica. De forma similar llama la atención la majestuosidad de las estatuas y gárgolas que adornan los edificios europeos. Es confusa la labor de detectar los tiempos, momentos o estilos que motivaban estas obras de arte en su mundano uso decorativo. Esto se vuelve particularmente difícil cuando se habla de una ciudad que ha sido devastada por las bombas, las balas y la incendiaria voluntad de necios indomables. Me pregunto ¿por qué hemos abandonado la apuesta a la majestuosidad superficial?
Reconstrucción, reparación, renovación. Obras en continua alegoría con la naturaleza de la ciudad. La nave de Teseo quedaría corta en comparación con los cambios y sustituciones que ha visto esta capital. ¿Qué queda entonces en esa voluntad? ¿Qué nos queda de aquellos deseos grandiosos, de esas incomparables pretensiones, de aquellas visiones inequívocas de un destino glorioso representado en plazas, altares, puertas y suntuosas columnas? ¿No resulta un tanto paradójico que las expresiones individuales de unos cuantos fueran suficientes para moldear el destino de tantos? Ahora las individualidades se encuentran exaltadas como fin, medio y virtud; pero en esa sobrevaloración los pueblos nos hemos refugiado en la inercia.
¿Quién guía la historia hoy? ¿Quién nos ha guiado hacia dónde vamos? ¿Aun tiene sentido la historia de nuestro presente, o sus ideas y definiciones han dejado de sernos de utilidad? No hay manera sencilla de responder a lo anterior y por ello sorprende la firme intención de mantener la memoria histórica como lo hace Berlín. Para esta ciudad –y tal vez para toda Europa- su historia es su identidad. ¿Acaso no es así para todos? O más bien, ¿no debería serlo para todos? Berlín lo hace de forma sutil, pero directa. Lo integra de manera orgánica en todos los aspectos de la vida en la ciudad. En sus calles, en sus banquetas, en sus nombres, sus bares y sus estaciones. Nunca la impone, sino que simplemente la expresa. Así es fácil sentirla, vivirla y respirarla y; aunque no se forme parte del colectivo del que se origina, la buscas. La ciudad se encuentra al mismo tiempo orgullosa y avergonzada de su pasado. Tal como lo haría una persona que vivió de forma plena y estúpida su juventud y quién ahora observa también la virtud de su recién encontrada madurez. Consciente de su identidad y con una incertidumbre palpable sobre su futuro. Van firmes; pero con miedo en los ojos y con un leve sudor frío en la frente que se levanta sin pena. Nuevamente el mundo; uno diferente y confuso, centra su mirada sobre este país.
¿Cómo puede soportar un pueblo la pesada mirada de la población del mundo entera durante tantos años ya? Tal vez solo Estados Unidos ha sido tan central en el devenir global; aunque tal vez sea la falsa percepción de su actuar más ruidoso y estridente.
¿Qué recordaremos en los siguientes 100 años? Ahora que tenemos un presente líquido, fragmentado, globalizado y heterogéneo. El presente se respira extraño, sin virtudes; insoportablemente aburrido y a la vez, veloz. Como si se hubieran perdido las voluntades individuales.
Sobre el autor:
Federico I. Compeán R.
Ingeniero mecatrónico, escritor, filósofo y demás otras actividades clasificatorias que hablan poco del individuo y mucho del entorno en el que se desenvuelve.
Su labor reflexiva pretende reposicionar la filosofía como acto y ejercicio de vida; como crítica y acto creativo a la vez.