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March 9, 2015 Federico I. Compeán
Fotografía: Fuente

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No es novedoso hablar de la permisividad que nuestra sociedad presenta por el moderno vicio a las imágenes. Si lo es, sin embargo, el intentar desmenuzar ese fenómeno para entender las implicaciones de estas actitudes en nuestro actuar diario.

Hoy es casi imposible desvincularnos de nuestras personas virtuales. Esas reducciones de nuestra personalidad son nuestro mayor desvelo y nuestra mayor obra. Nos hemos convertido en marcas, en reflejos y simplificaciones de nuestra propia esencia. Nos hemos ido poco a poco transformando en las mismas imágenes con las que intentábamos representarnos. El medio se ha vuelto el mensaje y el mensaje se ha perdido en el ruido y aglomeración de un torbellino de irrelevancias.

Las imágenes comunicaban más de mil palabras. Ahora son tan vacías como una hoja en blanco. Al transformarnos en un producto estático y unidimensional hemos aceptado el comercializar nuestro ser como una mercancía más. Algo delimitado, con características claras y cuyo valor se construye primeramente en lo estético.

La contradicción resulta obvia. Construimos nuestra propia estética en términos puramente plásticos y virtuales. El valor se reduce entonces a composiciones que evocan sentimientos pero que no comunican ninguna idea de profundidad mayor a un slogan. Esa estética entonces se vuelve anestesia de nuestra propia realidad. Somos espectáculo pasivo, reducción de momentos, voluntades e ideas en apariencia consumible.

La tecnología puede ser entendida, en términos muy básicos, como el poder que tenemos sobre la naturaleza. Ya sea en forma de fuerza, transformación o movimiento; el aparato científico nos ha permitido superar las limitantes físicas del hombre para enfrentar a un entorno cambiante, violento e inhóspito. En un plano más abstracto, esa aparente conquista de la naturaleza se puede interpretar como una apropiación del tiempo.

Al permitirnos tener herramientas y técnicas para transformar nuestro entorno de forma eficiente y productiva hemos ido ganando tiempo. El poder generar una réplica de una imagen con tan solo unos pocos segundos de enfoque de nuestros celulares hacen ver los retratos en pintura como algo no solo distante; sino casi ridículo.

La facilidad con la que podemos apropiarnos de un momento en plenitud mediante su transformación en imagen sin duda tiene que ver con nuestra presente adicción a éstas. Sin ahondar en las inquietudes filosóficas que desencadenan de las réplicas y reproducciones mecánicas de la realidad; si vale la pena analizar cómo esta sobre-oferta de medios para congelar el presente han afectado la noción temporal de nuestra persona.

Una experiencia ya no es suficiente. Esta desaparece y pierde todo tipo de relevancia si no es experimentada a través de los ojos de quiénes nos rodean en nuestra comunidad virtual y si no es cuidadosamente diseñada como una memoria para ser revivida en el futuro. La diferencia entre nuestro ser que experimenta y nuestro ser que recuerda fue explicada brevemente por Daniel Kahneman, quién menciona cómo ambas personalidades incluso chocan cuando se habla del ambiguo término de la felicidad.

En pocas palabras afirma que ahora las generaciones experimentan el presente como una memoria anticipada. Esta es la dualidad de la experiencia. La cuestión, aparentemente simple e inofensiva, reverbera de forma tenebrosa en las actitudes que acompañan esta dualidad y en los valores que una ética de imágenes representa en nuestra sociedad.

En primera sería sencillo afirmar que la tecnología disponible ha permitido que tanto nuestro ser que vive la experiencia interactúe de forma unísona con la parte que posteriormente recordará el momento. Sin embargo, sin ahondar en los mecanismos perceptivos del hombre; esa dualidad resulta imposible. La naturaleza del tiempo no nos permite experimentar dos tiempos en concierto. Hay pues una sola posibilidad y, por ende, una decisión de parte nuestra para elegir cuál de estos dos aspectos controlará la experiencia.

Lamentablemente en este torbellino de vida moderna la mayoría de las decisiones que tomamos en los niveles emocionales y de experiencia se completan como procesos automáticos reflejo de las actitudes mayoritarias de nuestras comunidades. No sorprende entonces que en bodas, conciertos, vacaciones o incluso en momentos tan aparentemente mundanos como una comida o una caminata; desenvainemos nuestros celulares y cámaras para grabar, fotografiar y filtrar todos esos pequeños momentos en un patético intento de salvaguardar una experiencia que inconscientemente estamos negando.

Pareciera entonces que el frenetismo de nuestras vidas ha permeado en nuestra capacidad de experimentar el presente. Estamos tan apurados y ocupados con el futuro que incluso los instantes de aquí y ahora resultan demasiado problemáticos y angustiantes. Sabemos que van a una velocidad relativa espeluznante y, del miedo, surge entonces la necesidad de intentar apoderarnos del tiempo y encapsular el momento en nuestras pantallas de cristal líquido.

Volver a observar aquella foto con filtro o ese video de pésima calidad de nuestra banda favorita tocando su mayor éxito en un genérico festival de música produce poco menos que extrañeza. Estudios confirman que el mecanismo de tomar fotografías y videos despreocupadamente para recordar puede, irónicamente, afectar negativamente la memoria de ese particular evento. ¿Qué nos queda entonces al haber negado el momento de la experiencia y a quedarnos con una imagen adornada de un instante que nos es difícil recordar? Tanto la experiencia como la memoria se ha vaciado de significado por lo cual la única redención de nuestra pobre decisión es aparentar lo contrario y generarle valía de forma artificial mediante la apreciación aparente en ojos de nuestras redes sociales.

Sin importar si hayamos vivido la experiencia plenamente, si la foto representa fielmente el momento o si el filtro aplicado es una justificación estética del vacío existencial que dio origen a esa reproducción; la imagen se comparte y reparte con la misma facilidad y la misma esencia inerte que la originó. Ese fragmento de irrealidad (o más bien, de realidad negada) se anexa entonces a la construcción de nuestra personalidad virtual como marca, mercancía y reflejo de consumo. Un consumo de experiencias vacías y la negación del presente.

Así, ligeros y huecos de cualquier interpretación significativa de ese momento, no nos queda más intentar reforzar reiterativamente esas mismas actitudes en una esperanza cruel de que esos momentos capturados sean significativos. Sorprende poco el círculo vicioso que este tipo de actitudes generan y la perpetua decantación de toda significancia en una vida que se va transformando más en un ensayo de diseño de memorias que de conciencia presente. Así, vamos por la vida tomando fotos y guardando recuerdos de presentes inexistentes, de engaños estéticos y futuros de vacío y rechazo. Vamos poco a poco consintiendo con la simplificación y reducción no solo de nuestra personalidad; pero de la existencia en sí.

Hay un raíz clara de todo esto. Una más profunda que la misma sociedad de consumo o las tecnologías derivadas de esta que han permitido solapar nuestra adicción a las ilusiones del recuerdo prefabricado. Los mecanismos han cambiado pero el angustiante temor al tiempo sigue siendo el núcleo de estas actitudes de negación.

La muerte, los ciclos, el tiempo y el significado. Al final todo vuelve a reducirse a las preguntas fundamentales, a las preocupaciones antiguas del hombre. Esa tecnología, ese control aparente que tenemos sobre la naturaleza es y seguirá siendo una infantil ilusión que se muestra en nuestros juegos paliativos de existencia. Somos las mismas creaturas indefensas ante el paso del tiempo, ante la ficción de la memoria y la incertidumbre del futuro.

¿Qué queda entonces? No hay más que ejercer decisión y conciencia de ese miedo; entenderlo y transformarlo. Negar la fugacidad de la vida y el conflicto temporal de experiencia y memoria no servirá nunca más que para ocultar y apaciguar un temor eterno. Es necesario apoderarnos del presente en su plenitud, banalidad e irrelevancia. La temporalidad, los presentes y futuros seguirán jugando con nuestras creaciones y nosotros seguiremos creando ficciones de nuestras memorias; pero si la vida no es apropiada en instantes entonces las únicas historias que podremos entrelazar seguirán siendo dos dimensiones, colores y filtros materializados en una imagen tan genérica como las que arroja Google al buscar representaciones de “felicidad”.


Sobre el autor:

Federico I. Compeán R.

Ingeniero mecatrónico, escritor, filósofo y demás otras actividades clasificatorias que hablan poco del individuo y mucho del entorno en el que se desenvuelve.

Su labor reflexiva pretende reposicionar la filosofía como acto y ejercicio de vida; como crítica y acto creativo a la vez.

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El tiempo también descansa los jueves por la noche

March 9, 2015 Federico I. Compeán
Fotografía: Fuente

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Releer escritos antiguos es un ejercicio de perspectiva y atemporalidad. Cuando las letras se pierden en los años y los sentimientos en su mismo contexto etéreo es cuando da uno cuenta del poder emotivo de un texto. Una emotividad que no debe ser confundida con una idea simple de confort sentimental, sino más bien como la inevitabilidad de sentir emociones arrancadas de nuestro ser y nuestro estar. Esos sentimientos; volátiles, impredecibles y violentos; son los preciados momentos en los que hacemos justicia a nuestra sombra de eternidad.

Así mismo, cuando esa misma sensibilidad es reencontrada, es fácil ignorar reglas y tradiciones de lógica y continuidad existencial. ¿Cómo explicar la precisión de una oda al terror escrita dos años atrás cuando ese sentimiento nunca lo había experimentado sino hasta hace algunos meses? Y sin embargo, al leer cada uno de los enunciados y sus adjetivos; pareciera que el texto fue dibujado tras observar la abstracción de mis estados mentales algunas noches atrás.

Cuando se adivina la denominación de una carta oculta o el resultado de tirar un dado hay algo más que simple probabilidad en juego. No pretendo aquí hacer alguna apelación a lo sobrenatural o cualquier excusa de poderes invisibles; pues incluso en mi condición espiritual alternativa esas cosas me parecen ridículas e infantiles. Sin embargo, si es preciso esbozar las posibilidades de una naturaleza diferente del tiempo.

Mi relación con el dominio (o demonio) de Cronos es problemática. En mi juventud el reclamar la temporalidad como ilusión me resultaba atractivo por el sonido dulce y armonioso de dicha afirmación. Una pretensión poética infantil podría decirse. Después, en visiones acomodadas por sentimientos y sensibilidades circunstanciales, atribuía una lista no muy corta de adjetivos despreciables a aquella ilusión del tiempo. Hoy en día, no solo acepto su condición de árbitro y referencia; sino que incuso me resguardo en el poder de su verdad; por más que esta sea simulada o subsidiada por nuestra limitada percepción.

Somos hijos del tiempo en el mismo sentido que el tiempo es nuestra propia construcción. Pero si exploramos una naturaleza que ignore la supuesta linealidad de la existencia entonces esa primera oración es simplemente redundante. Podemos pensar entonces en modelos y geometrías; en parámetros y condiciones matemáticas; en ideales y nociones de inamovilidad científica.  Sin embargo, cuando se escribe de madrugada prefiero dejarme  llevar por la emotividad que despiertan los fantasmas de las lunas invisibles y las bebidas oscuras.

¿Qué tan descabellado es pensar la eternidad en un solo instante? La experiencia estética proviene de la lucidez de un momento. Su sentir es tan efímero como despiadado, arrancando risa, dolor y llanto en segundos que parecen no existir. Esa inconsistencia cronológica se pone en evidencia cuando se sueña y cuando se duerme. Bastan algunos minutos para vivir días enteros de onírico suplicio. La angustia del terror, ese que despierta las carencias del alma, también es experta en extender segundos durante noches enteras. ¿Están acaso nuestros sentidos tan mal ajustados? ¿O será que en realidad el tiempo es caprichoso y traicionero?

Los textos escritos en otras noches y en otros ayeres, reviven amores, temores y angustias que; al observarlas con cuidado, das cuenta que nunca dejaron su lugar. Presenciar un devenir nocturno como espectador y no como creador es parte de una emancipación personal que se hace válida a través de la idea de un devenir temporal inexistente. Lo verdaderamente emocionante es que ese fenómeno de circularidad existencial proviene de tantas fuentes como sea posible asimilar sentimientos.

Lo mismo que describo aquí ocurre con aquel aroma que remonta a un melancólico momento en la infancia; o aquella melodía que emociona por los recuerdos que produce y no por las acordes que hace reverberar. Pero si hacemos alegorías musicales, la disonancia de sus sentires no proviene de un mero mecanismo de memoria; sino de una fusión entre recuerdos, sueños y futuros experimentados a lo largo del instante efímero que llamamos eternidad.

Las galaxias experimentan algo similar cuando su único reclamo es la luz de su existencia. Elevar la mirada al cielo es realizar un esfuerzo humano para observar fantasmas. Espectros de luz, de color y de voluntades tan mal entendidas como perpetuas. Su esencia se agota de la misma manera que nuestras ganas de vivir.

La luz es el parámetro, literalmente, universal. Su velocidad es la referencia del tiempo y la distancia. La luz es ser y estar. Es futuro e instante. Y aun así, en su dualidad contradictoria; hay instancias en las que tampoco puede moverse o escapar. ¿Qué nos queda entonces a nosotros? ¿Qué se esconde tras un agujero negro? ¿Es acaso la distorsión de nuestro tiempo y espacio el tema de un texto de viernes en la madrugada?

Es común de la prepotencia del hombre el cernirse como centro y referencia de todo el existir. Imagino entonces es permitido el atribuirse la centralidad de un pensamiento dictaminado por el mismo impulso de voluntad dinámica de un cosmos entrópico y neutral. Se antoja entonces el lenguaje bastante inadecuado para sostener la expresión de millones de años de devenir estelar. Más, si retomamos la tesis de que la atemporalidad proveniente de la ilusión de la memoria podríamos argumentar entonces que esta prosa encuentra su pretensión en un mecanismo de existencialismo universal o ¿hay acaso algo más reconfortante que el pensar que las estrellas también sienten tristeza?

Aun así, leyendo descripciones anteriores del amor, aún no puedo encontrar su referencia contextual en las atribuciones de voluntad y conciencia de un Universo vital. La idea de completar huecos y vacíos me parece ahora mayormente inadecuada y; sin embargo, la recurrencia y efectividad del concepto me producen una afinidad poética similar a la infantil declaración de que el tiempo es, en efecto, una ilusión.


Sobre el autor: 

Federico I. Compeán R.

Ingeniero mecatrónico, escritor, filósofo y demás otras actividades clasificatorias que hablan poco del individuo y mucho del entorno en el que se desenvuelve.

Su labor reflexiva pretende reposicionar la filosofía como acto y ejercicio de vida; como crítica y acto creativo a la vez.

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Sin tiempo

March 9, 2015 Marcela Reyes
Fotografía: Fuente

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No hay respuestas para las preguntas. ¿Cuándo empezó el tiempo y dónde termina el espacio? No hay respuesta. Se escuchan todos los pensamientos a través de un tiempo eterno, un tiempo con un espacio en blanco y negro, un tiempo en el que no hay un ahora, sino un siempre y un para toda la eternidad.  Pareciera que, incluso, el espacio es el del pensamiento, donde todo es etéreo, nada se toca, pero todo permanece a perpetuidad. Ese doloroso saberlo y conocerlo todo a través del tiempo. Los eventos, las guerras, saberlo todo y no poder olvidar nada de ello. No poder deshacerse de ningún recuerdo.

Pero entonces hay destellos de color, de tiempo humano, del ahora. De un espacio que se transmuta a lo que se siente, a lo sensible. A lo que los ojos ven y las manos tocan. A la música que baila Marion o al olor del café caliente.

El espacio y el tiempo en El cielo sobre Berlín de Wim Wenders, son dos elementos cargados de nostalgia. Damiel, un ángel que no puede sentir, y Marion, una mujer que siente y resiente no poder encontrar eso o ese a quién quiere (debe).

Hay una sobrecarga de pensamientos desoladores. De seres humanos desolados. De ángeles solitarios que buscan atarse a la tierra, que quieren que su tiempo sea finito. Finitud. Fin.

Cada pensamiento tiene un espacio distinto, Marion es color —aunque desolada— y Damiel no tiene conciencia de su historia porque no la tiene, porque está ligada a la historia de todos aquellos a los que ve, es blanca, es negra. Gris.  Su espacio, que no es fijo, es igual.

Damiel no tiene tiempo, no lo hay ni para Dios, ni para los ángeles que son sus ojos. No hay ahora porque todo es para siempre, pero para Marion los años se sienten eternos al esperar por el amor, por alguien que la ame. El deseo de Damiel por ser ese alguien que la toque no cesa.

Transmutar lo que mi mirada sin tiempo me enseñó para sostener un vistazo. Lo logró.

Y entonces el ángel ya no lo es más, ahora puede sentir como siente Marion, puede tocarla, puede oler el café, prender un cigarrillo, percibir que su sangre es roja. Puede ver los colores de su tiempo y de su espacio. Ironías de la vida, hasta tiene un reloj en su muñeca izquierda para percibir el tiempo en minutos, horas, días, meses. Ese tiempo dulce, pero también doloroso conforme pasa y no se detiene.

“El tiempo cura, ¿y si el tiempo fuera la enfermedad?” La enfermedad que finalmente conduce a la muerte cuando ya no hay tiempo para nada más. Un mal sin cura, más que la vida misma.


Sobre el autor:

Marcela Reyes

Mejor conocida en los bajos mundos del internet como Marcemars. Escribe, edita, traduce, da consejos sobre conejos y pone ñoñerías en Escritorio Público. En los últimos meses le ha dado por preguntarse cosas sobre la muerte, el duelo y el dolor.

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