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Compañeros de Infortunio

October 16, 2015 Alberto Lizárraga Castro

Fotografía: Fuente

Los vellos de mis brazos se erizan y mi piel cambia de textura; al mismo tiempo mis ojos empiezan a arder en sus comisuras como si se tratara de algún cítrico. Probablemente aguantar el llanto es más amargo que una mordida ancha a un pomelo viejo. Pero cada llanto es diferente, este no es el de leer un poema de Hughes o Rumi, es el llanto de una verdad innegable, penetrante, e injusta; porque humano y sufrimiento son inherentes, y aceptarlo me aterra.

Comencé un viaje sin rumbo fijo ni destino final. En este he conocido a varias personas de las cuales sólo recordaré a unas cuantas, porque hablar de cada individuo es llenar una enciclopedia y no creo soportar la carga de su contenido de nueva cuenta. Pensé, ridículamente pensé, que no volvería al lugar de partida, pero fallé. He vuelto con la mente abierta, el corazón en las manos y el alma desgarrada de darme cuenta que la desgracia es regla general, que se origina en necesidades inseparables a la vida misma y que a menos que el sufrimiento sea objeto directo de nuestras vidas, nuestra existencia debe intentar escapar su mira a toda costa.

Alguna vez conocí a un joven que vestía igual que yo y viajó a una ciudad olvidada del África subsahariana. De aquella zona de donde todos descendemos, la zona de inicio de donde todos partieron porque quedarse en el lugar de origen es terminar revolcándose en la suciedad propia y ajena. Ahora, milenios después, no hay más que miseria tratando de limpiarse, sanearse sin éxito. Recuerdo a aquél joven porque tenía sueños, expectativas, y esperanza. Sobre todo esperanza. Pero algunas bestias son indomables, manchadas por la maldición de la hiena que no puede encontrar regocijo si no es en el cadáver de otros. Vio niños y adultos congregados alrededor de una cubeta con comida; privilegio una vez al día. Pensó en África y la indiferencia apabullante que domina a su nombre; en el aura de desesperanza que rodea las sonrisas diarias que pueden existir bajo cualquier circunstancia. Y recordó con claridad la ocasión en que vio a una pequeña niña en cuclillas en la aldea de Guitrozon mientras esperaba a su madre en un proyecto de prevención. Debía tener doce años, llevaba un vestido verde con caras en soles que desprendían rayos rosados y sandalias rojas. Era hermosa y se veía molesta con sus brazos cruzados y ceño fruncido. Pero no era sólo su mueca la que ponía una barrera entre ella y el resto; su corto pelo estaba trenzado en pequeñas púas. Era como una advertencia de peligro, una señal para mantener a los intrusos alejados, un escudo. Y la idea que él, frente a ella, se sintiera impotente, lo hizo llorar bajo sus gafas protectoras. Estaba ahí en busca de algo, aunque no sabía describirlo en palabras. Era una idea o una emoción; un ideal. Pensó que ir le cambiaría la vida y aunque ciertamente lo hizo en un sentido cronológico, profesional e incluso emocional, no a un nivel molecular. Su estructura no había cambiado. Seguía siendo el mismo, experimentando situaciones nuevas, pero el mismo. No había tenido aquel nirvana que alguna vez pensó encontrar. Y se dio cuenta que el anhelo de estar ahí había sido más grande que el estar ahí. El placer había sido efímero y el dolor de saberlo mucho más profundo. Esa era su realidad día con día idealizando lo que podría ser para luego encontrar una pared de obstáculos; para ser consciente que su felicidad la había basado en un conjunto de puntos que sólo podían soportar su peso mientras estuvieran unidos. Sin rumbo preciso su vida seguía divagando, impotente ante sus circunstancias, pero sobre todo, ante sí mismo.

Años más tarde, durante mi camino, conocí a un hombre con los mismos pasatiempos que yo, en lo que alguna vez fue la Unión Soviética. Me habló sobre las necesidades de la vida; del tener en el ayer y en el ahora. Del significado de una vida que deshecha la naturaleza para caer en un abismo de construcciones propias. Había llegado enfermo, a punto del suicidio asegurando que su vida dependía de su capacidad para mantenerse activo, por lo cual buscaba ayudar a otros ya que no sabía ayudarse a sí mismo. En ese momento podría haber estado lejos, entre Eames y Roche-Bobois, pero manchando tapetes afganos de rojo carmesí o arruinando cordones eléctricos de Lluís Porqueras con el cuello. Con sus líneas él intentaba crear una atmósfera dramática, después de todo, qué podía ser más difícil que dejar la comodidad y el exceso material. Su vida, como la de todos, se encontraba a merced del aburrimiento. ¿Qué sería de su existencia sin la necesidad, el sufrimiento, la adversidad, el trabajo, y la preocupación? Sin todo lo que aquejaba su vida sufriría más. Con su condena el hombre ponía en duda el motivo de vivir. Esperando tanto y recibiendo tan poco, se preguntaba cómo podría ofrecer ayuda con una máxima que veía la vida como una gran decepción. Su vida no se medía en placeres, sino en la medida que no sufría, pero la veía resbalar en resignación seráfica.

Con el correr del tiempo conocí a un viejo con las mismas manías que yo, en el Suroeste de Asia. Intentó con poca ganancia enseñarme lo que es vivir para otros; entregarse por completo. Tener un abandono entero de la vida en lo que para él sería la culminación de un despertar fraguado en años. Coleccionaba sus emociones positivas y negativas llevándolo a un estado de completa felicidad o desesperación. Se había impuesto ideas vagas, sin fundamento y sencillas para balancear el descontento aferrado. Recurrió al lujo en todas sus formas, pero no funcionó. El aburrimiento lo siguió como lo hace con todos aquellos que llenan sus bolsillos pero no su cabeza. Entonces se impuso la ambición, el honor, y la vergüenza, y se dio cuenta que todos pagamos nuestra existencia. Receptor y proveedor de todo lo que nos hace humanos e inhumanos. Y ahora me veo aquí, recorriendo mi pasado como un hombre de muchos años físicos. Reviviendo etapas para entender que nuestra percepción negativa del mundo debe hacernos más solidarios con el resto de nuestros compañeros. La deuda del ser humano.

Las lágrimas resbalan por mis mejillas liberándome. Mi viaje continúa. ¿Cuántas personas podemos ser en una vida? He sido tres, cuarenta, aún no sé si mañana seré otro. Empecé mi camino como un joven intentando revertir un destino inevitable aunque soportable. Esperando entender de una vez por todas que para hacer felices a otros, necesitamos hacernos felices a nosotros mismos. Que la felicidad nunca decrece cuando es compartida. Y que, aunque inescapable, el sufrimiento es parte de un ciclo en transformación interminable que llamamos vida.


Sobre el autor:

Alberto Lizárraga disfruta escribir.

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