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Música y Juventud

March 9, 2015 Federico I. Compeán
Foto: Fuente

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Somos conscientes de nuestra edad. El mundo está encargado de recordarnos mediante mensajes sutiles, y otros no tanto,  de la etapa en la que nos encontramos. Hay indicaciones; sin embargo, cuyo peso se siente más que otras.

Los achaques de la edad, el cansancio, el metabolismo lento, los patrones de salidas nocturnas, etc. Más entre todos ellos hay uno que hace resonar los ecos del tiempo de forma muy particular: el toparse con gente más joven que uno. No hay nada más efectivo en recordarnos el tiempo que ha transcurrido en nuestra vida como observar a otros en una etapa previa a la que nos encontramos.

Dependiendo del tamaño del abismo generacional y los complejos propios, esto puede ser refrescante, aterrador o mayormente irrelevante. Nuestra empatía con esas personillas menores también depende en gran medida de cada quién; pero los sentimientos de nostalgia mal direccionada suelen ser comunes.

Recuerdo particularmente hace algún tiempo en la fiesta de cumpleaños de un amigo algunos años menor (edad en dónde algunos años todavía representan una brecha considerable) cómo al observar el frenetismo de su festejo y la algarabía que representaba llevar la borrachera hasta las últimas consecuencias me sentí tanto extrañado como nostálgico. El festejo continuó y terminamos en la residencia de uno de sus amigos. Ahí, al avanzar la madrugada se fueron agotando los últimos indicios de inhibiciones y limites; complementados obviamente por la incapacidad de acción y decisión que el alcohol (catalizador primario de estupideces) permite. En la confusión de la noche y bajo el velo de la música observé como una pareja entró torpemente a una habitación al tiempo que hacían evidente la tensión sexual entre ellos. Fue en ese momento que me pegó.

Sentí por un instante que ese tipo de noches, ese tipo de actitudes y comportamientos se encontraban años atrás. La intencionalidad y significancia de eventos como aquel eran inconcebibles a estas alturas. No sentía ni aversión ni deseo a ejercer la peculiar libertad de aquella pareja alcoholizada; pero si sentí un leve vacío existencial. Ese que deja un hueco ínfimo, pero necesario para reacomodar el resto de mis preocupaciones (in)trascendentales.

Me quedé un momento en silencio imaginando lo que pasaba por la mente de esos compañeros de vida más jóvenes y, saboreando mi bourbon con coca, me quede pensativo mientras escuchaba las risas de un trío de borrachos intentando cocinar un “almuerzo” en la cocina integral de aquel departamento.

En ese momento, como si el mismo espíritu del tiempo fuera el Dj, comenzó a sonar Afterhours de We are Scientists. El hilo conductual de mis reflexiones de fiesta se cortó de tajo y el collage de emociones que sentí en ese momento alteró de forma importante la percepción temporal de mí ser.

De toda esa aglomeración de sentimientos el primero que pude identificar fue una necesidad absurda de renunciar a toda ilusión de madurez y autodestruirme mediante un frenético esfuerzo de elevar el nivel de la fiesta en estas primeras horas de la madrugada.

Antes de que esa negación de mi edad se asentara, la siguiente emoción identificada tenía que ver con una justificada nostalgia al escuchar una canción que evocaba recientes (pero pasadas) etapas de desentendimiento y ligereza similar a la que vivían los asistentes de esta fiesta. Ayudaba, por supuesto, la temática y pegajosidad de la canción. Time is nothing… repetía una y otra vez el coro de aquel sencillo.

¿Es realmente nada? ¿Será acaso que mi renuencia y mis consideraciones “maduras” son tan solo una necedad propia construida de los escombros de nuestra sociedad de referencias temporales?

Entre el resto de las emociones me encontré con ansiedad, ligeras ganas de bailar, un leve recuerdo de resacas anteriores y la añoranza de ser aquel joven que encontraba una pareja fugaz en su borrachera para enamorarse de ilusiones y despertarse en un desierto lejos de aquel oasis de espejismos.

La canción terminó y con ella disminuyó la inestabilidad de mi psique emocional. Entonces me di cuenta de una gran revelación. La música está hecha para jóvenes. No hay indicador más real de la edad que la desconexión de la sonoridad y letra de temas de otras generaciones. Los músicos son una irregularidad del cosmos; son voces inmanentes de la eternidad. Sus canciones hablan desde un anhelo de atemporalidad. Son suplicios de juventud, de futuros no escritos, de potencialidad existencial.

Esos sonidos y esas líneas dejarían de tener sentido en algunos años.

Time is nothing…. 

No one has the guts to shut us out…  

Say that you’ll stay… 

We are all right were we supposed to be… 

Entendí entonces que a partir de esa noche, esa canción le hablaría únicamente a una dimensión inexistente de mi ser. A un instante cuyo último aliento de existencia lo dio tras finalizar ese trago de bourbon con coca.


Sobre el autor:

Federico I. Compeán R.

Ingeniero mecatrónico, escritor, filósofo y demás otras actividades clasificatorias que hablan poco del individuo y mucho del entorno en el que se desenvuelve.

Su labor reflexiva pretende reposicionar la filosofía como acto y ejercicio de vida; como crítica y acto creativo a la vez.

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La generación instagram

March 9, 2015 Federico I. Compeán
Fotografía: Fuente

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No es novedoso hablar de la permisividad que nuestra sociedad presenta por el moderno vicio a las imágenes. Si lo es, sin embargo, el intentar desmenuzar ese fenómeno para entender las implicaciones de estas actitudes en nuestro actuar diario.

Hoy es casi imposible desvincularnos de nuestras personas virtuales. Esas reducciones de nuestra personalidad son nuestro mayor desvelo y nuestra mayor obra. Nos hemos convertido en marcas, en reflejos y simplificaciones de nuestra propia esencia. Nos hemos ido poco a poco transformando en las mismas imágenes con las que intentábamos representarnos. El medio se ha vuelto el mensaje y el mensaje se ha perdido en el ruido y aglomeración de un torbellino de irrelevancias.

Las imágenes comunicaban más de mil palabras. Ahora son tan vacías como una hoja en blanco. Al transformarnos en un producto estático y unidimensional hemos aceptado el comercializar nuestro ser como una mercancía más. Algo delimitado, con características claras y cuyo valor se construye primeramente en lo estético.

La contradicción resulta obvia. Construimos nuestra propia estética en términos puramente plásticos y virtuales. El valor se reduce entonces a composiciones que evocan sentimientos pero que no comunican ninguna idea de profundidad mayor a un slogan. Esa estética entonces se vuelve anestesia de nuestra propia realidad. Somos espectáculo pasivo, reducción de momentos, voluntades e ideas en apariencia consumible.

La tecnología puede ser entendida, en términos muy básicos, como el poder que tenemos sobre la naturaleza. Ya sea en forma de fuerza, transformación o movimiento; el aparato científico nos ha permitido superar las limitantes físicas del hombre para enfrentar a un entorno cambiante, violento e inhóspito. En un plano más abstracto, esa aparente conquista de la naturaleza se puede interpretar como una apropiación del tiempo.

Al permitirnos tener herramientas y técnicas para transformar nuestro entorno de forma eficiente y productiva hemos ido ganando tiempo. El poder generar una réplica de una imagen con tan solo unos pocos segundos de enfoque de nuestros celulares hacen ver los retratos en pintura como algo no solo distante; sino casi ridículo.

La facilidad con la que podemos apropiarnos de un momento en plenitud mediante su transformación en imagen sin duda tiene que ver con nuestra presente adicción a éstas. Sin ahondar en las inquietudes filosóficas que desencadenan de las réplicas y reproducciones mecánicas de la realidad; si vale la pena analizar cómo esta sobre-oferta de medios para congelar el presente han afectado la noción temporal de nuestra persona.

Una experiencia ya no es suficiente. Esta desaparece y pierde todo tipo de relevancia si no es experimentada a través de los ojos de quiénes nos rodean en nuestra comunidad virtual y si no es cuidadosamente diseñada como una memoria para ser revivida en el futuro. La diferencia entre nuestro ser que experimenta y nuestro ser que recuerda fue explicada brevemente por Daniel Kahneman, quién menciona cómo ambas personalidades incluso chocan cuando se habla del ambiguo término de la felicidad.

En pocas palabras afirma que ahora las generaciones experimentan el presente como una memoria anticipada. Esta es la dualidad de la experiencia. La cuestión, aparentemente simple e inofensiva, reverbera de forma tenebrosa en las actitudes que acompañan esta dualidad y en los valores que una ética de imágenes representa en nuestra sociedad.

En primera sería sencillo afirmar que la tecnología disponible ha permitido que tanto nuestro ser que vive la experiencia interactúe de forma unísona con la parte que posteriormente recordará el momento. Sin embargo, sin ahondar en los mecanismos perceptivos del hombre; esa dualidad resulta imposible. La naturaleza del tiempo no nos permite experimentar dos tiempos en concierto. Hay pues una sola posibilidad y, por ende, una decisión de parte nuestra para elegir cuál de estos dos aspectos controlará la experiencia.

Lamentablemente en este torbellino de vida moderna la mayoría de las decisiones que tomamos en los niveles emocionales y de experiencia se completan como procesos automáticos reflejo de las actitudes mayoritarias de nuestras comunidades. No sorprende entonces que en bodas, conciertos, vacaciones o incluso en momentos tan aparentemente mundanos como una comida o una caminata; desenvainemos nuestros celulares y cámaras para grabar, fotografiar y filtrar todos esos pequeños momentos en un patético intento de salvaguardar una experiencia que inconscientemente estamos negando.

Pareciera entonces que el frenetismo de nuestras vidas ha permeado en nuestra capacidad de experimentar el presente. Estamos tan apurados y ocupados con el futuro que incluso los instantes de aquí y ahora resultan demasiado problemáticos y angustiantes. Sabemos que van a una velocidad relativa espeluznante y, del miedo, surge entonces la necesidad de intentar apoderarnos del tiempo y encapsular el momento en nuestras pantallas de cristal líquido.

Volver a observar aquella foto con filtro o ese video de pésima calidad de nuestra banda favorita tocando su mayor éxito en un genérico festival de música produce poco menos que extrañeza. Estudios confirman que el mecanismo de tomar fotografías y videos despreocupadamente para recordar puede, irónicamente, afectar negativamente la memoria de ese particular evento. ¿Qué nos queda entonces al haber negado el momento de la experiencia y a quedarnos con una imagen adornada de un instante que nos es difícil recordar? Tanto la experiencia como la memoria se ha vaciado de significado por lo cual la única redención de nuestra pobre decisión es aparentar lo contrario y generarle valía de forma artificial mediante la apreciación aparente en ojos de nuestras redes sociales.

Sin importar si hayamos vivido la experiencia plenamente, si la foto representa fielmente el momento o si el filtro aplicado es una justificación estética del vacío existencial que dio origen a esa reproducción; la imagen se comparte y reparte con la misma facilidad y la misma esencia inerte que la originó. Ese fragmento de irrealidad (o más bien, de realidad negada) se anexa entonces a la construcción de nuestra personalidad virtual como marca, mercancía y reflejo de consumo. Un consumo de experiencias vacías y la negación del presente.

Así, ligeros y huecos de cualquier interpretación significativa de ese momento, no nos queda más intentar reforzar reiterativamente esas mismas actitudes en una esperanza cruel de que esos momentos capturados sean significativos. Sorprende poco el círculo vicioso que este tipo de actitudes generan y la perpetua decantación de toda significancia en una vida que se va transformando más en un ensayo de diseño de memorias que de conciencia presente. Así, vamos por la vida tomando fotos y guardando recuerdos de presentes inexistentes, de engaños estéticos y futuros de vacío y rechazo. Vamos poco a poco consintiendo con la simplificación y reducción no solo de nuestra personalidad; pero de la existencia en sí.

Hay un raíz clara de todo esto. Una más profunda que la misma sociedad de consumo o las tecnologías derivadas de esta que han permitido solapar nuestra adicción a las ilusiones del recuerdo prefabricado. Los mecanismos han cambiado pero el angustiante temor al tiempo sigue siendo el núcleo de estas actitudes de negación.

La muerte, los ciclos, el tiempo y el significado. Al final todo vuelve a reducirse a las preguntas fundamentales, a las preocupaciones antiguas del hombre. Esa tecnología, ese control aparente que tenemos sobre la naturaleza es y seguirá siendo una infantil ilusión que se muestra en nuestros juegos paliativos de existencia. Somos las mismas creaturas indefensas ante el paso del tiempo, ante la ficción de la memoria y la incertidumbre del futuro.

¿Qué queda entonces? No hay más que ejercer decisión y conciencia de ese miedo; entenderlo y transformarlo. Negar la fugacidad de la vida y el conflicto temporal de experiencia y memoria no servirá nunca más que para ocultar y apaciguar un temor eterno. Es necesario apoderarnos del presente en su plenitud, banalidad e irrelevancia. La temporalidad, los presentes y futuros seguirán jugando con nuestras creaciones y nosotros seguiremos creando ficciones de nuestras memorias; pero si la vida no es apropiada en instantes entonces las únicas historias que podremos entrelazar seguirán siendo dos dimensiones, colores y filtros materializados en una imagen tan genérica como las que arroja Google al buscar representaciones de “felicidad”.


Sobre el autor:

Federico I. Compeán R.

Ingeniero mecatrónico, escritor, filósofo y demás otras actividades clasificatorias que hablan poco del individuo y mucho del entorno en el que se desenvuelve.

Su labor reflexiva pretende reposicionar la filosofía como acto y ejercicio de vida; como crítica y acto creativo a la vez.

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La metafísica del tiempo

March 9, 2015 Alberto Lizárraga Castro

El siguiente artículo narra la historia de Lara Angeriz en el Sur de México. Si la historia es real o no, queda a consideración del lector.

El 01 de noviembre de 2014 Lara Angeriz llegó a la ciudad de Tulum, Quintana Roo, en transporte público, o “van” como lo llaman los locales, desde la ciudad de Cancún. Lara Angeriz, de nacionalidad española, y oriunda de Valencia, había salido del aeropuerto de su ciudad natal con un boleto de avión con destino a México y ninguno de regreso. El motivo, decía ella, era la ontología de su presente, su pasado y su futuro; en extensas conversaciones describía como su profesión y su vida personal habían convergido en tema, pero no en solución, lo cual hacía disentir a su mente y entrañas. ¿Acaso lo único que existía en el mundo era su presente; aquél sol que no se esconde en el horizonte del mar caribe?  

Quizás su pasado con José era tan verdadero como la gaviota que ahora volaba de regreso a la orilla de la playa, pero nunca el futuro indeterminado. O era su vida un conjunto sin diferencias entre el ayer, el ahora y el mañana. Lara se sentía agobiada. Con la intención de exponer sus ideas, y la esperanza de que su propia explicación resonara en su cabeza haciéndola comprender el camino que debía tomar, cogió un cuadernillo y trazó una línea transversal en una hoja. Del lado izquierdo escribió una letra a y del lado derecho una letra b. En el apartado a escribió el presente, el pasado y el futuro verbal de su existencia. “Soy; fui; seré.” Pensó en plural, pero no se atrevió a escribirlo. Escribió también la idea de la continuidad natural del tiempo; aquella duración por la que ha transcurrido su vida. Del lado b describió el tiempo como sucesos; puntos en su vida que requieren de sucesión. “Antes que; después que.” El tiempo, Lara pensó, no tiene fluidez, ya que requiere de un marco de referencia. Se preguntó entonces qué sería de su vida si José no marcaba un cambio.  

Esa noche, en un pequeño cuarto de madera sobre la arena, Lara Angeriz no pudo dormir. Escuchaba el sonido de las olas y veía el cielo estrellado, pero no podía conciliar el sueño. Pensar en la cama, aunque fuera un mal hábito, era su única salida. Entonces retomó su vida y la separo en tiempo abstracto y tiempo substancial. El tiempo abstracto es la forma en que el mundo concibe el tiempo. Es el tiempo que dividimos en nuestro calendario y con nuestras matemáticas; son horas, días, meses, años; es capitalismo. No es el tiempo como su contenido, sino el tiempo como medición. Es independiente. Por lo tanto es artificial porque su medición es arbitraria, no natural. Así como la noche ya no marca el final de la jornada laboral. El tiempo substancial es el que se relaciona con los sucesos del ambiente y de la vida propia. Es nuestra relación con el sol; la luz y la oscuridad; el cambio de las estaciones; valores simbólicos. Es el significado de nuestro acontecer. Aróstegui dijo “El hombre participa del tiempo de la naturaleza, pero hace también del tiempo una construcción propia.”  

El tiempo: sustantivo huérfano y unidad evasiva, pensó Lara sopesando su dilema. ¿Acaso tenía que comprender el concepto tiempo, o el tiempo dentro su tiempo? Comprender el concepto tiempo le creaba una divergente. El tiempo en la imagen científica es pacífico. La ’t’ en las ecuaciones fundamentales de la física no diferencia entre pasado y futuro, ni su velocidad aumenta o disminuye, o elige qué tiempo es ahora. En contraste, la imagen manifiesta está llena de actividad. Los objetos se mueven, cambian de locación y propiedades, percepciones vivenciales son reemplazadas, y de manera inexorable nos resbalamos al futuro. Así existe una brecha entre el tiempo como lo encontramos en la ciencia y como lo encontramos en la experiencia. Lara Angeriz comenzó a hundirse en un profundo sueño con una última incógnita: ¿Qué significan todos los eventos —sucesos finitos— de su vida en su tiempo?  

La incógnita filosófica, sociológica, y semántica del significado del tiempo la acompañó hasta el café de la mañana siguiente. Si bien no tenía por qué buscar la verdad universal del tiempo y su relación con el espacio, podría al menos utilizar algunas de sus teorías en la búsqueda de su verdad personal. Podría ser que todos los sucesos de su vida hasta ese punto presente no existieran. Sólo la silla sobre la que estaba sentada; la arena bajo sus pies; su respirar; existían en ese eterno momento del presente. España, su trabajo, y José habían dejado de existir. Podría ser que José, y su posible futuro con él fueran tan reales como las olas que veía. Podría ser que la existencia de esas etapas estuviera condicionada a la persistencia e identidad como seres monádicos. Podría ser que la condición fuera el cambio constante. Ahora todo recaía en su conciencia. Los espíritus de San Agustín, Newton, McTaggart, Bergson, Crosby, o Thompson no la ayudarían. Sólo Lara Angeriz podía encontrar una respuesta.   

Una semana después, de vuelta en Valencia, Lara me contó su historia. Habló de su pasado en México, y su pasado más lejano en Valencia; habló de un presente resuelto. Pregunté sobre la resolución que había encontrado a su dilema, pero veló su respuesta en tiempo linear, circular, y simultáneo. Simplemente terminó diciendo “Dar tiempo al tiempo.” Probablemente, pensé yo, un tiempo con sentido. 


Sobre el autor:

Alberto Lizárraga disfruta escribir.

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El tiempo también descansa los jueves por la noche

March 9, 2015 Federico I. Compeán
Fotografía: Fuente

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Releer escritos antiguos es un ejercicio de perspectiva y atemporalidad. Cuando las letras se pierden en los años y los sentimientos en su mismo contexto etéreo es cuando da uno cuenta del poder emotivo de un texto. Una emotividad que no debe ser confundida con una idea simple de confort sentimental, sino más bien como la inevitabilidad de sentir emociones arrancadas de nuestro ser y nuestro estar. Esos sentimientos; volátiles, impredecibles y violentos; son los preciados momentos en los que hacemos justicia a nuestra sombra de eternidad.

Así mismo, cuando esa misma sensibilidad es reencontrada, es fácil ignorar reglas y tradiciones de lógica y continuidad existencial. ¿Cómo explicar la precisión de una oda al terror escrita dos años atrás cuando ese sentimiento nunca lo había experimentado sino hasta hace algunos meses? Y sin embargo, al leer cada uno de los enunciados y sus adjetivos; pareciera que el texto fue dibujado tras observar la abstracción de mis estados mentales algunas noches atrás.

Cuando se adivina la denominación de una carta oculta o el resultado de tirar un dado hay algo más que simple probabilidad en juego. No pretendo aquí hacer alguna apelación a lo sobrenatural o cualquier excusa de poderes invisibles; pues incluso en mi condición espiritual alternativa esas cosas me parecen ridículas e infantiles. Sin embargo, si es preciso esbozar las posibilidades de una naturaleza diferente del tiempo.

Mi relación con el dominio (o demonio) de Cronos es problemática. En mi juventud el reclamar la temporalidad como ilusión me resultaba atractivo por el sonido dulce y armonioso de dicha afirmación. Una pretensión poética infantil podría decirse. Después, en visiones acomodadas por sentimientos y sensibilidades circunstanciales, atribuía una lista no muy corta de adjetivos despreciables a aquella ilusión del tiempo. Hoy en día, no solo acepto su condición de árbitro y referencia; sino que incuso me resguardo en el poder de su verdad; por más que esta sea simulada o subsidiada por nuestra limitada percepción.

Somos hijos del tiempo en el mismo sentido que el tiempo es nuestra propia construcción. Pero si exploramos una naturaleza que ignore la supuesta linealidad de la existencia entonces esa primera oración es simplemente redundante. Podemos pensar entonces en modelos y geometrías; en parámetros y condiciones matemáticas; en ideales y nociones de inamovilidad científica.  Sin embargo, cuando se escribe de madrugada prefiero dejarme  llevar por la emotividad que despiertan los fantasmas de las lunas invisibles y las bebidas oscuras.

¿Qué tan descabellado es pensar la eternidad en un solo instante? La experiencia estética proviene de la lucidez de un momento. Su sentir es tan efímero como despiadado, arrancando risa, dolor y llanto en segundos que parecen no existir. Esa inconsistencia cronológica se pone en evidencia cuando se sueña y cuando se duerme. Bastan algunos minutos para vivir días enteros de onírico suplicio. La angustia del terror, ese que despierta las carencias del alma, también es experta en extender segundos durante noches enteras. ¿Están acaso nuestros sentidos tan mal ajustados? ¿O será que en realidad el tiempo es caprichoso y traicionero?

Los textos escritos en otras noches y en otros ayeres, reviven amores, temores y angustias que; al observarlas con cuidado, das cuenta que nunca dejaron su lugar. Presenciar un devenir nocturno como espectador y no como creador es parte de una emancipación personal que se hace válida a través de la idea de un devenir temporal inexistente. Lo verdaderamente emocionante es que ese fenómeno de circularidad existencial proviene de tantas fuentes como sea posible asimilar sentimientos.

Lo mismo que describo aquí ocurre con aquel aroma que remonta a un melancólico momento en la infancia; o aquella melodía que emociona por los recuerdos que produce y no por las acordes que hace reverberar. Pero si hacemos alegorías musicales, la disonancia de sus sentires no proviene de un mero mecanismo de memoria; sino de una fusión entre recuerdos, sueños y futuros experimentados a lo largo del instante efímero que llamamos eternidad.

Las galaxias experimentan algo similar cuando su único reclamo es la luz de su existencia. Elevar la mirada al cielo es realizar un esfuerzo humano para observar fantasmas. Espectros de luz, de color y de voluntades tan mal entendidas como perpetuas. Su esencia se agota de la misma manera que nuestras ganas de vivir.

La luz es el parámetro, literalmente, universal. Su velocidad es la referencia del tiempo y la distancia. La luz es ser y estar. Es futuro e instante. Y aun así, en su dualidad contradictoria; hay instancias en las que tampoco puede moverse o escapar. ¿Qué nos queda entonces a nosotros? ¿Qué se esconde tras un agujero negro? ¿Es acaso la distorsión de nuestro tiempo y espacio el tema de un texto de viernes en la madrugada?

Es común de la prepotencia del hombre el cernirse como centro y referencia de todo el existir. Imagino entonces es permitido el atribuirse la centralidad de un pensamiento dictaminado por el mismo impulso de voluntad dinámica de un cosmos entrópico y neutral. Se antoja entonces el lenguaje bastante inadecuado para sostener la expresión de millones de años de devenir estelar. Más, si retomamos la tesis de que la atemporalidad proveniente de la ilusión de la memoria podríamos argumentar entonces que esta prosa encuentra su pretensión en un mecanismo de existencialismo universal o ¿hay acaso algo más reconfortante que el pensar que las estrellas también sienten tristeza?

Aun así, leyendo descripciones anteriores del amor, aún no puedo encontrar su referencia contextual en las atribuciones de voluntad y conciencia de un Universo vital. La idea de completar huecos y vacíos me parece ahora mayormente inadecuada y; sin embargo, la recurrencia y efectividad del concepto me producen una afinidad poética similar a la infantil declaración de que el tiempo es, en efecto, una ilusión.


Sobre el autor: 

Federico I. Compeán R.

Ingeniero mecatrónico, escritor, filósofo y demás otras actividades clasificatorias que hablan poco del individuo y mucho del entorno en el que se desenvuelve.

Su labor reflexiva pretende reposicionar la filosofía como acto y ejercicio de vida; como crítica y acto creativo a la vez.

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Una mujer se desgasta en una habitación

March 9, 2015 Lérida Jerez Sánchez
Fotografía: Fuente

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El infomercial reverberaba por la habitación. Golpeaba las paredes y hacía temblar los vidrios; peor aún,  hacía temblar a Laura.

En su sala tiene dos sillones verdes, desgastados por el tiempo y con cojines que no hacían juego. Una mesa de centro con una planta, algunos libros a medio leer y un café frío. Un espejito antiguo a un lado de la puerta que daba a la calle, sobre una mesita en donde deja sus llaves y la bolsa.  En el rincón a lado de la ventana, una tele que había tenido desde la adolescencia y que se negaba a descomponerse. El cuarto nunca estaba realmente arreglado.

Ya no estoy joven – piensa Laura sobre sus 46 años, mientras se estira la cara frente al espejo – tampoco es que sea vieja, pero ya no estoy para salir con minifaldas y tal vez debería comprar ese aparato.

Sobre la mesita de las llaves también hay una foto de las vacaciones que tomó saliendo de la universidad con su hermano. Ahí, sentada en una banca en Sevilla y a los 23 años, el tiempo parece más una promesa en vez de una inminente desgracia que hay que mantener a raya a toda costa.

Algo impulsó a Laura a tomar la fotografía y verse fijamente. No se veía en a esa chica. Por supuesto que era ella en parte, pero si se encontrará hoy caminando en la calle no podría reconocerse.

La vida no era justa, nunca lo es. Había subido de peso, se le empezaba a encanecer el cabello y en esa cara no encontraba las arrugas y los surcos que desde hace algunos años podías ver en su rostro si te acercabas lo suficiente.  Peor aún, el día de hoy le faltaba ese je ne sais quoi que tenía en ese entonces, lo había matado el exceso de merlot, los cigarros que empezó a fumarse en esa época y las preocupaciones típicas de la vida adulta.

-A esa edad dije que me moriría a los 43, que ya habría hecho todo. Ni madres, tengo 46 y no he hecho ni una cuarta parte. Ya vivimos 3 años de más.  A ver niña, ¿todavía te quieres morir a los 43?

No le incomoda la vejez per se, no realmente. La alternativa a que no pase es morirse y eso no, por lo menos no todavía. Pero Laura ve con nostalgia a la chica de 23, al televisor de su adolescencia y a los sillones que hace tanto ya fueron bonitos. Nada es nuevo en ese cuarto, ni ella, ni los muebles.

Y sólo puede culpar al paso de los años. Implacables, cada 365 días le quitan partes y la convierten en otra versión de sí misma. La Laura de este año no es igual a la del anterior, de alguna forma tiene menos cohesión en ciertos aspectos.

-Si me hiciera un retoque aquí – piensa mientras se frota la frente- me vería por lo menos parecida a como era en el 2005. Claro que sería mentira, esos 10 años los viví. Qué curioso, no hay ni un reloj, ni un calendario en toda la casa. Sólo sé que pasa el tiempo por lo desgastado que está todo.

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Sobre el autor:

Lérida Jerez Sánchez

Lérida (sí como Mérida pero con L), nació en el D.F. pero actualmente reside en Nuevo León. Periodista de carrera desde hace algún tiempo alterna sus días entre proyectos sociales y escribiendo discursos a los que su jefe no les hace justicia cuando los lee. Con un particular gusto por escribir en la madrugada, se mueve entre la realidad y la ficción.

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Años y Apariencias

March 9, 2015 Federico I. Compeán
Fotografía: Fuente

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Vivimos constantemente obsesionados por la edad, por el tiempo y por los años. Medimos madurez, éxito, oportunidades y habilidad en base a la ilusión de los lustros y las décadas. Alimentamos nuestros propios prejuicios de apariencias temporales.

Justo el otro día asistí a un seminario para profesores en donde me vi rodeado de maestras con apariencia mucho mayor. Ahí estaba yo, sentado en silencio con mis lentes de pasta grande y mi expresión de un joven que apenas alcanzaría la mayoría de edad. Las marcas del tiempo se aprecian solo al ver detenidamente mi rostro y escuchar cuidadosamente mi voz.

“Disculpa, ¿tienes clase en este salón? Vamos a tener un curso para maestros.”

Estamos acostumbrados a dejarnos llevar por los espejismos de la edad.

“Soy profesor, vengo al curso”

Para cuando había pronunciado esas palabras hacía tiempo que la maestra había dejado de prestar atención. Se habla siempre del respeto a nuestros mayores; sin embargo, pocos considerarían que alguien menos experimentado que uno tuviera algo importante que decir o algo por lo que valga la  pena respetarlo.

“Mijito, si te puedo pedir si haces espacio aquí para la maestra, ¿puedes poner tu computadora en tus piernas?”

Uno se acostumbra a comentarios ingenuos y conclusiones erróneas. Sería estúpido negar la bendición maldita de mi apariencia juvenil. Volteé a verla con algo de extrañeza y desdén, haciendo caso omiso de su extraña petición.

“Si no te vas a salir, ¿podrías al menos pasarte a las sillas de atrás para darle oportunidad a los profesores que vienen al curso?”

Dicen que la poca paciencia es cosa de los jóvenes ¿no?

“¿Por qué insiste en que me salga? ¡Ya le dije que soy profesor!” – repliqué con cierto enojo y una expresión de decepción ante la falta de sentido común de la maestra, que si vamos en tono con el texto, ya se veía mayor.

“Ah… pues… bienvenido… se ve usted muy jovencito” – contestó avergonzada.

Mi apariencia era suficiente para asumir que no tenía por qué escuchar nada que saliera de mis labios, pero ¿acaso es mucho pedir el que las personas contemplen antes la ruta respetuosa en lugar de asumir alguna infundada superioridad por obra mágica de haber vivido algunos cientos de días más que uno?

¿Es acaso realmente meritorio el exhibir algunos años más de supervivencia en una sociedad dónde la esperanza de vida  nos indica que no es del todo complicado superar, con algo de suerte, los cuarenta años? Ni siquiera en los vinos la edad es símbolo inequívoco de mejores propiedades; ¿por qué entonces arrogantemente asumimos que los más jóvenes merecen menos respeto?

Ser un “traga-años” (término ya algo detestable) ha sido una experiencia agridulce de vida. De entrada he aprendido a lidiar con la ignorancia colectiva de la gente y la falta de imaginación de asumir que mi edad aparente tiene poco o nada que ver con mis habilidades intelectuales, mis dotes comunicativas, mi poder adquisitivo o mi sabiduría general sobre la existencia del hombre.

Cuando cursaba la preparatoria, tenía entonces la viva apariencia de un alumno de primaria o secundaria. Registré por ahí en cuarto o quinto semestre que diario, alguna persona ligeramente ignorante, pero con su dosis  de valentía social, se aproximaba a preguntarme mi edad. Lo anterior era hasta cierto punto gracioso y comprensible; sin embargo, a la fecha aún hay un eslabón que no he logrado conectar.

“¿Estudias aquí en la prepa? ¿Cuántos años tienes?”

En ese entonces mi respuesta era la esperada para un alumno regular de preparatoria: Dieciséis años, lo normal.

“Ah… entonces… has de ser bien inteligente.”

¿¡Qué!? ¿Bien inteligente? Así nada más, un salto de fe por medio de habilidades deductivas que hasta la fecha no logro entender. Si soy un alumno regular de edad normal, por qué mi apariencia joven tendría algo que ver con mi habilidad intelectual. Ah claro… porque en apariencia sigo siendo un niño de 10 o 12 años. Un superdotado sin duda. Debí haber montado algún estudio sociológico entonces.

Es lamentable. Vivimos en un mundo de apariencias, de credenciales ilusorias y de referencias vacías. A nadie le sorprende la relatividad del tiempo; pero aun así lo asumimos como árbitro absoluto de validación profesional, personal y emocional.

Lo anterior, por fortuna, es fácil de remediar. La cuestión es simple: No pasan los años, pasan las cosas.

Así es. Muchas de las referencias temporales son consideraciones bastante ridículas si las observamos con detenimiento. ¿Por qué agrupamos niños en salones por edad y no por habilidades? ¿Por  qué hacemos todos los propósitos en año nuevo y no cuando finalizamos o cumplimos los anteriores? ¿Por qué celebramos años y meses con nuestras parejas como si se tratará de alguna prueba de resistencia y no conmemoramos reconciliaciones y momentos valiosos juntos? ¿Por qué esperamos al último cuarto de nuestra vida para disfrutar de ésta y retirarnos? ¿Por qué elegimos lo que queremos hacer profesionalmente durante 40 años a los dieciocho? ¿Por qué a esa misma edad podemos ejercer derechos tan absurdos como votar, matar y tomar? ¿Por qué a un brillante joven profesionista se le menosprecia por el mediocre con más años de experiencia? ¿Por qué se ignora a los autores jóvenes cuando grandes genios, filósofos y literatos publicaron grandes obras antes de los treinta? No hay una sola respuesta, pero si un aire general de bella absurdidad.

Somos una especie de patrones, de tradiciones y de generalizaciones. Hemos forjado un funcional matrimonio con las falacias de conducta y aunque sea inútil intentar reformular los paradigmas de la temporalidad; es muy sano por lo menos dar cuenta de sus irrisorias suposiciones.

No es sencillo aprender absurdos; pues de entrada hay que vivirlos como los pequeños abismos que representan. Pero cuando tienes la fortuna de descubrirlos, vivirlos y sobrevivirlos entonces vale la pena apuntarlos. Si acaso, para que alguien más ría de sus particulares ironías.


Sobre el autor:

 Federico I. Compeán R.

 Ingeniero mecatrónico, escritor, filósofo y demás otras actividades clasificatorias que hablan poco del individuo y mucho del entorno en el que se desenvuelve.

Su labor reflexiva pretende reposicionar la filosofía como acto y ejercicio de vida; como crítica y acto creativo a la vez.

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Sin tiempo

March 9, 2015 Marcela Reyes
Fotografía: Fuente

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No hay respuestas para las preguntas. ¿Cuándo empezó el tiempo y dónde termina el espacio? No hay respuesta. Se escuchan todos los pensamientos a través de un tiempo eterno, un tiempo con un espacio en blanco y negro, un tiempo en el que no hay un ahora, sino un siempre y un para toda la eternidad.  Pareciera que, incluso, el espacio es el del pensamiento, donde todo es etéreo, nada se toca, pero todo permanece a perpetuidad. Ese doloroso saberlo y conocerlo todo a través del tiempo. Los eventos, las guerras, saberlo todo y no poder olvidar nada de ello. No poder deshacerse de ningún recuerdo.

Pero entonces hay destellos de color, de tiempo humano, del ahora. De un espacio que se transmuta a lo que se siente, a lo sensible. A lo que los ojos ven y las manos tocan. A la música que baila Marion o al olor del café caliente.

El espacio y el tiempo en El cielo sobre Berlín de Wim Wenders, son dos elementos cargados de nostalgia. Damiel, un ángel que no puede sentir, y Marion, una mujer que siente y resiente no poder encontrar eso o ese a quién quiere (debe).

Hay una sobrecarga de pensamientos desoladores. De seres humanos desolados. De ángeles solitarios que buscan atarse a la tierra, que quieren que su tiempo sea finito. Finitud. Fin.

Cada pensamiento tiene un espacio distinto, Marion es color —aunque desolada— y Damiel no tiene conciencia de su historia porque no la tiene, porque está ligada a la historia de todos aquellos a los que ve, es blanca, es negra. Gris.  Su espacio, que no es fijo, es igual.

Damiel no tiene tiempo, no lo hay ni para Dios, ni para los ángeles que son sus ojos. No hay ahora porque todo es para siempre, pero para Marion los años se sienten eternos al esperar por el amor, por alguien que la ame. El deseo de Damiel por ser ese alguien que la toque no cesa.

Transmutar lo que mi mirada sin tiempo me enseñó para sostener un vistazo. Lo logró.

Y entonces el ángel ya no lo es más, ahora puede sentir como siente Marion, puede tocarla, puede oler el café, prender un cigarrillo, percibir que su sangre es roja. Puede ver los colores de su tiempo y de su espacio. Ironías de la vida, hasta tiene un reloj en su muñeca izquierda para percibir el tiempo en minutos, horas, días, meses. Ese tiempo dulce, pero también doloroso conforme pasa y no se detiene.

“El tiempo cura, ¿y si el tiempo fuera la enfermedad?” La enfermedad que finalmente conduce a la muerte cuando ya no hay tiempo para nada más. Un mal sin cura, más que la vida misma.


Sobre el autor:

Marcela Reyes

Mejor conocida en los bajos mundos del internet como Marcemars. Escribe, edita, traduce, da consejos sobre conejos y pone ñoñerías en Escritorio Público. En los últimos meses le ha dado por preguntarse cosas sobre la muerte, el duelo y el dolor.

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Elegía por los instantes perdidos

March 9, 2015 Federico I. Compeán
Fotografía: Fuente

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¿Quién podrá medir la infinita alegría de la eternidad? ¿No es, acaso, prepotencia el creer que solo el sufrir merece espacio en las conversaciones de la noche? Llorar es lo más elemental del instinto humano; es lo más fácil, lo más banal. Es más patético aquel sufrir falso que miles de sonrisas fingidas.

En la inmensidad de un momento, lo que se siente y por lo que se sufre es por ese instante de alegría perdido para siempre. Nublar la mente en ilusiones de felicidad, reír un segundo ante la simplicidad de una vida incomprendida, mostrar una sonrisa a un mundo que se niega a entenderla; todo aquello es parte de la delicada comedia del Universo entero. Es mediante el risueño humor que acepta la inevitabilidad del caos y lo violento de la naturaleza que el espíritu se vuelve verdaderamente humano.

Los animales también sufren. El dolor es un mecanismo que proviene del subsuelo más profundo del mundo natural. Es la herramienta más básica que se programó en el ininteligible orden oculto del cosmos. Incluso las estrellas lloran al inflarse y vomitar energía, calor y muerte. Se empequeñecen y vagan eternamente en la más desdichada de las penas. Los cometas en su descarada y petulante danza de vanidad se extinguen con la velocidad de cualquier alma perdida. Las rocas se agrietan, se estremecen y se derrumban ante el llorar de las nubes que, entristecidas por su fugaz existencia, se conmueven de todo aquello que puede respirar.

Los fantasmas, ¿qué hay más desdichado qué un fantasma? Los fantasmas de los sonidos nunca escuchados; los fantasmas de las conversaciones nunca tenidas; los fantasmas de lo sueños muertos, de la música silenciada, de la lucha inútil y de la esperanza ciega. Los fantasmas de las letras vacías, de los significados perdidos, de las intenciones mal puestas y las ventanas rotas. Los fantasmas de la ayuda arrogante, de la estética vacía, de la violencia que le llaman arte y del arte que se alimenta del vacío. Los fantasmas del viento que mata, del juego interrumpido, de la guerra sin sentido y de la paz mal interpretada.

Toda esa desdicha, todo ese dolor, ese sufrimiento, esa melancolía, esa tristeza, esos abismos, esos vacíos, esas angustias, esos miedos, esas parálisis, esas pesadillas, ese desasosiego, esa desesperación, ese hastío, esa crudeza, esa incertidumbre, esa violencia, esa destrucción, esas ilusiones, esos espejismos, esos ecos de muerte; todo ese lamento no es más que una elegía por los instantes perdidos,

No sucede nada y la nada es lo que reverdece en nuestro vacío interior. No hay nada más que el momento eterno del ahora. Por ello es tan fácil sentir que se sufre y tan menospreciado el momento de verdadera y trivial alegría. ¡Qué poderoso es aquel instante que destruye esta nube púrpura y nos permite reír! ¿Acaso habrá fuerza más poderosa en el Universo que aquella que le da significado a la más profunda irrelevancia? Aquella que disfraza de realidad el existir.

Las alegorías se agotan cuando se expresa la grandeza del humor, de la risa tonta, de la cosquilla traviesa y la sonrisa despreocupada. Los poetas se derraman sobre un mar de petróleo y aceite; oscuro, denso, pesado y tóxico. ¿Quién no ha sido culpable de tratar de engrandecer su patética desgracia? Lo único absoluto de la auto-conciencia es la necesidad de expresión. Y sin embargo, quién sigue riendo es el tiempo.

¿Cómo no aborrecer esa maldita ilusión de temporalidad? ¿Cómo no odiar, fría y verdaderamente, a ese ser invisible del tiempo? El Rey de los espejos, la reina de las ilusiones, la mayor falsedad de todo el Universo. Su único propósito es atormentar la existencia con la mentira de una referencia eterna, incalculable, infinita hacia ambos extremos y falsa. El tiempo no era nada hasta que el Universo le dio cabida. Fue así que comenzó todo; es por ello que hay algo en vez de nada. El tiempo es el demonio verdadero de aquella divinidad absoluta del infinito. Es el fantasma último, aquel que goza con la eternidad de las horas miserables y con la fugacidad de los momentos de verdadera alegría. Aquel que se acelera cuándo no sabemos que hacer y se frena en la soledad de la noche fría. Es un espectro que ronda en todos los cristales rotos del Universo, conspirando para que la entropía no descanse jamás.

Cuando nos perdemos en sonrisas infantiles, ahí el tiempo teme entrar. Le asusta la emulación del instante completo, le aterra observar ensayos de completitud; momentos en los que derribamos lo que nos fragmenta. Es entonces que un segundo se vuelve un paraíso eterno y las horas pasan al ritmo que nosotros prefiramos. El reír con alguien al lado es fusionar una parte del cosmos; es compartir la conciencia colectiva del todo y volver al origen completo, final y perfecto del Universo. A ese punto de partida dónde la referencia del tiempo era redundante, innecesaria y molesta. Por eso el bufón de los segundos engaña las almas con el espejismo de la temporalidad; lo hace para darle forma a todo lo que es sinónimo de sufrimiento; para seccionar los instantes y hacernos llorar la partida del eterno ahora.

Honremos pues el momento de todos los momentos. Seamos verdaderos instantes. 


Sobre el autor:

Federico I. Compeán R.

Ingeniero mecatrónico, escritor, filósofo y demás otras actividades clasificatorias que hablan poco del individuo y mucho del entorno en el que se desenvuelve.

Su labor reflexiva pretende reposicionar la filosofía como acto y ejercicio de vida; como crítica y acto creativo a la vez.

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Tiempo y Espejismos

March 9, 2015 Revista Ataraxia
Fotografía: Fuente

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Existen pocas palabras tan aterradoras como las que evoca el tiempo. Su relación con la muerte es meramente causal y; sin embargo, resulta natural voltear nuestra atención a su enigmática naturaleza tras presentar hace unos meses la re-interpretación de la muerte en diversos contextos.

Resulta casi imposible desprendernos del yugo que el tiempo ejerce sobre nosotros en cada aspecto de nuestras vidas. Sin importar si hemos decidido avanzar sobre la existencia como una máquina que en automático va mapeando sus pasos en torno al imaginario contar de los segundos o si tomamos la osadía de despertar y tratar de entendernos como un ente ajeno a una referencia temporal; las nociones del presente, pasado y futuro acechan nuestra conciencia como un fantasma que merodea alguna residencia maldita.

Hoy más que nunca nos entendemos como personas atadas a la tiranía de un devenir claramente delimitado por ciclos, intervalos y etapas. Sea en el marco de un historicismo inerte o en la simple pero funcional división de las horas del día; nuestros planes, metas e incluso la propia valía se mide en relación el tiempo.

La juventud es sinónimo de virtud, y los jóvenes exitosos son como héroes de nuestras modernas leyendas de prosperidad. En ese sentido el tiempo ha catalizado los espejismos de nuestra era de imágenes y vacíos. Las apariencias se exaltan con los reclamos de plenitud temporal. La vida se ha vuelto una carrera dónde el tiempo ya no solo es equiparado al dinero; sino que depende de él.

Los instantes se disfrutan como reflejo, como medio y como mensaje. El presente ha dejado de ser continuo y hoy se maquilla para transformarse en imágenes y fragmentos. La ironía de una generación demasiado consiente de su presente nos ha hecho quebrarnos en una absurda dualidad entre lo que experimentamos como momento y lo que recordaremos como memoria.

Somos víctima de una dualidad que se alimenta de prisiones de plástico, filtros y composiciones de un presente ignorado que se transformara en una remembranza ficticia y en un futuro carnet de experiencia, vacuidad y presunción.

Ataraxia presenta ahora una pequeña colección de discursos e interpretaciones del fenómeno del tiempo, de su esencia, su concepto, su idea y su emoción a la luz de las ilusiones y espejismos que produce en nuestro presente.

En un intento de desentrañar los confusos y superficiales matices de nuestro presente; queremos darnos un momento para observar de frente al fantasma del tiempo y comprender y cuestionar su rol en el devenir de nuestro mayor proyecto: el existir.

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