Parece que la noche ya no cumple ningún propósito. Cada vez es más difícil diferenciarla del día. Las cosas ya se escuchan con el mismo volumen al ocultarse el sol y las luces son cada vez más blancas e intensas en nuestras gigantescas ciudades.
Tal vez sea un reflejo del nuevo temor a la noche y a la soledad. Uno piensa que temerle a la oscuridad es cosa de niños, que cuando uno crece el misterio desaparece, que sabes lo que hay debajo de las sombras; pero, ¿realmente lo sabemos? Ahora que caiga la noche, ¿caminarías por la calle en completa oscuridad? ¿Caminarías más allá de las fronteras de la civilización sin una lámpara? ¿Permanecerías en silencio dentro de la nada?
Dicen que el miedo antecede a cualquier tipo de maldad. Lo maligno es una transformación de las voluntades gestadas dentro de quién teme, y hoy, el terror, la angustia y la desesperación son los destellos de una vida vivida conforme a lo reglamentado. El heroísmo es entonces el ejercicio de una voluntad que supera el terror de la inercia.
Sin embargo mucho de lo que se escribe en la noche es un simple ejercicio; un ritual pasajero y momentáneo. En algunas ocasiones se habla con las voces de miles de esencias a la vez; pero esto ocurre de forma muy ocasional. Es un fenómeno cada vez más raro.
Las noches iluminadas son un síntoma de un presente a todas posibilidades conforme y realizado. Una noche resuelta no es menos complicada que un día rutinario. No es que hayamos superado la angustia o la tristeza; simplemente las hemos sustituido. Las pantallas brillan cada vez más fuerte debajo de sombras cuya ligereza no puede ahogar la pretensión de una colectividad llena de sí misma.
Los poemas y las grandes historias se escriben desde dramas reales. Desde la comedia de las contradicciones y las ironías que se proyectan en vacíos pesados e infinitos. Pero hemos ido, poco a poco, negando la oscuridad. Nos hemos rehusado a creer en ella pues en la palma de nuestras manos jugamos con simulaciones de acompañamiento.
Para escribir prosa eterna hay que hablarle al viento que sopla desde lo desconocido. Hay que conversar con la soledad que aplasta, no con la que responde mensajes. Para crear un verso que estruje almas y estremezca existencias es necesario expulsar al tiempo y apagar las luces: las de la recámara, las del celular y las de nuestras relaciones. Para verter arte en una hoja es necesario realizar una aguda angustia; esa que converge con las de todo lo que se denomina humano.
Sí, podemos hablar aquí de decepciones mundanas, de pequeñas alteraciones en nuestra grandilocuente obra de estupor existencial. Eso sería verdaderamente humano para las tres o cinco personas que saben quiénes somos. Pero un corazón roto, un sentimiento de impotencia, un temor a fracasar y decepcionar a cientos de inertes ojos que juzgan… todo eso son reclamos genéricos de nuestra esclavitud de sentimientos pre-fabricados.
Los nombres de nuestros sueños perdidos, de nuestras aventuras no realizadas, de nuestros amigos olvidados y de los cientos de miles de arrepentimientos generados por el miedo a no perturbar la estabilidad de un presente muerto; todo ello son cenizas en el plano de una obra verdaderamente trascendente.
Nuestras palabras tienen que romper la escamosa burbuja de nuestra inmediatez para transformarse en sentimiento. Las menciones, los hechos, las ideas… todo ello es experiencia degenerada; lenguaje incompleto, expresión atrapada en frascos que se encuentran etiquetados y ordenados en el estante de la racionalidad y sus límites epistémicos.
El arte no es más que existencia incontenida. Esa que habla más de las cosas que de nosotros mismos. Esa que no explica, pero ilumina. Esa que se posiciona más allá de la nada pero la reafirma a la vez. Lo que se escribe en la noche de la existencia es un vistazo al engranaje de la realidad. Es libertad ejercida sin consentimiento y sin comprensión.
Esa expresión depende muy poco de los conceptos y mucho más de los ritmos que genera. Es más cercana a la música que a la racionalidad. Depende de humores, colores y una visión incompleta del mundo y todo lo demás. Es un reclamo ajeno y propio a la vez; una esperanza incompleta y compartida con imágenes de otros seres igual de miserables que nosotros.
En raras ocasiones lo que se habla en la noche va más allá del tiempo. Se articulan obras enteras con la consciencia ligada a la eternidad. Los vacíos se vuelcan ante los colores de letras que desconocen su significado y bailan en la oscuridad como entes despreocupados que en su estupidez pretenden dar sentido a la existencia.
La felicidad nos acerca un poco a las rocas; disminuye voluntades mientras aumenta fortalezas. ¿Es entonces lo que se escribe una muestra de debilidad? La fragilidad es un concepto que requiere del tiempo; necesita ser inscrito en la temporalidad del cuerpo y el decaimiento. La debilidad es existencia no-eterna; proviene de afrontar sin parpadear la idea de una existencia efímera. Nuestro lado eterno no sabe lo que significa, así como no entiende tampoco el significado del arte.
La noche eterna sería un infierno sin significado; muy similar a la luz perpetua de un día siempre presente; de un tiempo constantemente evidente; de un caminar a medio despertar presuntuoso e idealizado. La noche ahora requiere que traigamos nuestra propia oscuridad al ruedo; pero nuestro interior se encuentra repleto de bengalas y palabras cuyo solo pronunciar ya molestan al existir. Nos da miedo el descansar de nuestros propios espejismos. Por eso la gente ya no sueña más; por eso la gente solo se ilumina en las mañanas y se adormece en las noches. Por eso la gente prefiere levantarse temprano y desperdiciar su vida a la luz de un sol indiferente.
Seguimos teniéndole mucho miedo a la oscuridad. A los tonos morados, a los azules profundos, a las melancolías harmónicas y el frenetismo disonante; a perder el control, a sentirnos vacíos, a deletrear “miserable” y a cuestionar todas esas luces artificiales que llamamos felicidad. Somos fantasmas que se nutren de la luz.
Sobre el autor:
Federico I. Compeán R.
Ingeniero mecatrónico, escritor, filósofo y demás otras actividades clasificatorias que hablan poco del individuo y mucho del entorno en el que se desenvuelve.
Su labor reflexiva pretende reposicionar la filosofía como acto y ejercicio de vida; como crítica y acto creativo a la vez.