Linda acostumbra a perderse en la vastedad de la existencia. A veces, cuando el día no es del todo gris, prefiere ir a un Café desconocido, pedir una copa de vino blanco y observar la gente pasar mientras simula que lee un libro. Otras veces prefiere ponerse audífonos y encender su iPod con el volumen en lo mínimo para poder escuchar las conversaciones de los demás. Lo que escucha son pláticas quebradas, oraciones incompletas y voluntades dormidas. Algunas le recuerdan su propia existencia, otras le hacen olvidar sus sueños.
Mientras pasa todo esto siente unas ganas fuertes de escribir, aunque no pude identificar o describir nada de lo que gustaría plasmar en su pequeña libreta de tela. Después, se distrae. Imagina una pequeña casa a la orilla de un mar frío. Se observa a ella misma, pero en hombre, viviendo dentro, encendiendo una lámpara de gas mientras las olas golpean suavemente con el muelle frente a la entrada de la residencia. Pasan algunos segundos y siente la mirada de un muchacho sobre su hombro. Voltea disimuladamente hacia atrás; más no se encuentra con nadie. Toma un trago de su copa, re-abre su libro y observa por algunos minutos a la gente pasar.
Una chica alta, con lentes de pasta gruesos y pelo corto llama su atención. Le gusta su rostro, su mirada, su complexión. Toda ella parece perfecta, como si hubiese sido diseñada y dibujada para ser utilizada en las historias que Linda gusta de escribir. Regresa entonces a la pequeña casa al lado del mar. Su otro yo ha desaparecido de la escena y ahora en la casa, tomando un té, se encuentra Diana, la chica que pasó hace un momento frente al café.
Diana abre la ventana y deja entrar un viento suave y delicioso. Este juega con las delgadas cortinas de la cocina y recorre en pocos segundos toda la casa. “Deja la ventana abierta” le dice una voz en su mente. Diana se queda varios minutos, con los ojos cerrados, frente a la ventana. En su mente hacen eco las olas y su nariz respira un aroma que la llena de melancolía. Toda la escena se colorea de azul, de un azul profundo y pesado. Pareciera como si la casa entera se hubiera sumergido en el mar. Las burbujas recorren las habitaciones formando patrones y corrientes similares a las que recorría el viento minutos antes.
-¿Todo bien señorita?- interrumpe la mesera. Linda queda callada y sorprendida por unos segundos. No sabe que decir y solamente hace algunos gestos extraños con la cabeza mientras muestra una torpe sonrisa. La mesera sonríe de vuelta mientras se aleja de forma indiferente.
Linda toma otro trago de vino. Se siente relajada, pero al mismo tiempo una ansiedad ligera recorre todo su cuerpo. Se siente inquieta, nerviosa incluso. La velocidad de sus pensamientos acelera, pero en vez de imágenes recuerda nombres. Amigos, conocidos, romances reales e ilusorios. Quiere escribir nuevamente, pero tiene miedo de ser muy explícita, de describir en tan temprana hora angustias que solo comprendería la noche, las velas y la luna. Pasa un trago más de vino y comienza, por primera vez en la tarde, a leer su libro.
“Retirarse indefinidamente en sí mismo, como Dios tras el sexto día. Imitémosle al menos en eso”
Se detiene. Toma con mayor premura su vino mientras un sentimiento abrumador de llanto se apodera de su alma. Una tímida lágrima resbala por su mejilla derecha anunciando una renuncia involuntaria ante el instante. Voltea a ver a su alrededor mientras limpia los inicios de su llanto. Es un llorar tranquilo, pero ansioso. La angustia ligera que sentía se transforma en una euforia leve, en una felicidad indescriptible… casi absurda:
-Podría estar en cualquier lugar, podría ser cualquier persona; pero me encuentro aquí. No me he equivocado del todo, aunque al final nada de ello importe.
Continuó sollozando por unos minutos mientras observaba a dos chicas compartir un plato de jamones y queso en la mesa del a lado. Platicaban sobre a dónde irían el día de mañana, que lugares visitarían y a qué horas tomarían el tren hacia su siguiente destino. Hablaban ambas en un inglés cortado que resultaba reconfortante para Linda. Observarlas le producía alegría. Sentía una empatía muy fuerte hacia ellas. De haber tenido otras dos o tres copas encima juraba que se les hubiera acercado para pedirles acompañarlas en su travesía. Dejar todo atrás. Ese todo, un todo efímero, abstractoy difuso. Un todo que, en este instante, parecía nada. En pocos segundos todas las responsabilidades imaginarias e impuestas se volvieron insignificantes, como necedades que hace un niño encaprichado. Ataduras auto-impuestas. Una prisión existencial.
No quería pensar más en eso. Cerró el libro tras leer aquella frase y termino su copa de vino. Imaginó nuevamente a Diana en compañía de las dos chicas del café, tomando una botella de un vino rosado en el comedor viejo y algo polvoso de esa pequeña casa a la orilla del mar.
Sobre el autor:
Federico I. Compeán R.
Ingeniero mecatrónico, escritor, filósofo y demás otras actividades clasificatorias que hablan poco del individuo y mucho del entorno en el que se desenvuelve.
Su labor reflexiva pretende reposicionar la filosofía como acto y ejercicio de vida; como crítica y acto creativo a la vez.