La música siempre me remonta a los lugares de donde proviene o hacia donde ella decide viajar. Algunas melodías oscuras pretenden evocar paisajes góticos e inciertos. Mediante arreglos exagerados intentan dibujar niebla, bosques y montañas olvidadas por nuestras ciudades iluminadas, ruidosas y resueltas.
El drama de una canción se construye a partir de la incertidumbre de sus notas. Donde menos se pueda predecir su progresión es mayor su semejanza con una realidad libre de la interpretación humana. Es decir, su espontaneidad es reflejo de la naturaleza y no del hombre. Los paisajes que dibuja una obra estética no son los de este mundo; pues sus ritmos son distintitos a los nuestros.
Es un error común el pensar que la música se aprecia mediante el oído solamente. El arte de una pieza musical es un conjunto de condiciones que caen de forma arreglada y harmónica sobre un momento especifico. La música sublime se nutre del momento de donde surge. La vibración, la caricia del viento, el calor o la tempestad, los aromas de una noche con lluvia o un montón de leña en el fuego, una angustia asfixiante o una euforia pasajera, la visión de colores, estrellas o la puesta del sol… todo juega de forma importante para combinar los patrones con las disonancias de la partitura existencial.
Las notas dibujan paisajes que pueden únicamente sentirse con el cuerpo entero. Se les visualiza, sí; pero solo en función del torbellino de sensaciones que producen. Sus colores se nos muestran en la oscuridad de una mirada ciega y sus aromas juegan como los fantasmas juegan con la idea de temporalidad. En raras ocasiones, cuando todo se conjunta para ello, el ego se disuelve, se diluye en la solución de una existencia liberadora y se une en una dinámica vertiginosa con los tonos, colores y pausas del Universo mismo.
La música se descubre y se re-descubre de forma infinita. Se presenta como lo hace un relámpago y baila como lo hace una ráfaga. A partir de experimentarla surgen entonces discursos, imágenes, obras, colores, aromas y acciones. Encarna voluntades y trascendencia. Ya sea en la sobriedad de un momento de contrición o en el estupor torpe de una intoxicación estética; cada elemento del presente modifica su interpretación pero nunca su esencia.
La música, sin embargo, es un pariente cercano de la muerte y del tiempo. Sus grandiosas epifanías surgen únicamente de su inseparable unión a la temporalidad de las cosas; y como tal, su significancia queda ligada el tiempo, al tempo, al ritmo y otros eufemismos de la inevitabilidad del deceso. Su complejidad y pretenciosa composición no escapan más que momentáneamente al vacío de la insignificancia. Su virtud reside en un engaño, en el espejismo y el placer de lo efímero de las cosas. La música es un desafortunado reto a la eternidad. Es un llanto conjunto de estrellas y almas hundidas en un juego infinito que pretende escapar a lo eterno mientras su única virtud reside su misma fugacidad. La música es el palpitar de la voluntad del Universo, y como tal, cada tono, cada nota, cada silencio marca un intervalo menos en el reloj de lo eterno; un instante perdido, un paso que se ha caminado hacia el final del todo, hacia la inercia del equilibrio total.
Resulta dolorosamente irónico para el pequeño racional humano el entender la música como el llanto mismo que revindica la nada. Es la ilusión de movimiento la que le da pauta a los sonidos de generar emociones transitorias e insignificantes. La música es la estética del caminar hacia la muerte.
Sobre el autor:
Federico I. Compeán R.
Ingeniero mecatrónico, escritor, filósofo y demás otras actividades clasificatorias que hablan poco del individuo y mucho del entorno en el que se desenvuelve.
Su labor reflexiva pretende reposicionar la filosofía como acto y ejercicio de vida; como crítica y acto creativo a la vez.