Será muy rara la ocasión en la que salga a defender una trivialidad moderna como la fotografía casual de momentos. Será más raro el momento en la que lo haga sabiendo muy bien que el vicio híper moderno de las imágenes es síntoma, consecuencia y antecedente de nuestra superficialidad colectiva. Este texto es entonces esa extraña y poco usual permutación en mi discurso.
No pretendo aquí invalidar críticas anteriores; más si mostrar desde un ángulo diferente las posibilidades creativas y las nociones artísticas, explícitas o implícitas, de una fotografía en redes sociales. Fotografías en apariencia mundanas, repetitivas y fugaces. Imágenes tan vacías de significado que flotan en automático por el mar de la irrelevancia, cubriendo de forma graciosa, melancólica y trágica los desperfectos de nuestra ligera realidad.
Tomar una foto es capturar un momento. Publicarla es contar una historia. Si, se capturan momentos irrelevantes, vacíos e insignificantes; pero la historia que se comparte es multidimensional. Escapa por momentos a la fragilidad del impulso que le dio origen y, en contadas ocasiones, se cierne como realidad separada, como autenticidad a la deriva, como arte inusitado.
Su belleza, su estética se genera entonces desde el reino de la imaginación. Se produce del consumo de esta; a partir de sensibilidad de un tercero. Es por ello que su intención y origen se vuelven irrelevantes. En congruencia con los valores modernos la “obra” se crea a partir de su consumo y no en su producción. Su relevancia depende de la individualización potencial que genera.
Tiene sentido, algo al menos. En tiempos anteriores la obra, el “arte” partía de premisas colectivas identificables y explícitas. Escuelas, tendencias y estilos de grandes maestros delineaban un camino en dónde la obra transmitía un fondo a través de una estética delimitada y estricta de forma. En la actualidad, el fondo es translúcido, virtualmente invisible. La forma, a su vez, es replicable, inerte, vacía. La imagen, carente entonces de cualquier cualidad, es un mero vehículo para el sujeto que la consume.
De la misma manera que cuando se escribe se pretende redactar “arte”, el fantasma de esa misma pretensión se asoma inconscientemente cada que capturamos un momento en la memoria sintética de las redes. El arte; sin embargo, ha perdido significado en palabra y concepto. La noción estética ha devaluado su valor junto con el nihilismo involuntario sobre el cual opera nuestra vida. Una vida transformada en logística, en automatismo irreflexivo, en iteraciones insignificantes de ritos incuestionados, incomprensibles e idiotizantes. Bajo esa sombra tan oscura, el arte se vuelve entonces una definición histórica. Una leyenda, un mito similar al de civilizaciones antiguas romantizadas ante la mirada perpleja de jóvenes que no pueden despegar su mirada de las miles de pantallas fluorescentes que llenan su diario caminar.
Entonces, una motivación vital de la creación imágenes, de la captura de momentos; se vuelve una definición vacía e inconsistente. El arte deja de existir cuando se niega la consciencia del momento creativo que le da origen. La réplica fotográfica se transforma entonces en una reproducción sin significado. Ya anticipaba Walter Benjamín tales contradicciones: “Incluso en la más perfecta de las reproducciones una cosa queda fuera de ella: el aquí y ahora de la obra de arte, su existencia única en el lugar donde se encuentra.”
¿Qué podemos entonces defender de una “obra” con esas características? Una fotografía cuya única motivación es la necesidad casi instintiva e incuestionada de compartir, de proyectar nuestro vacío al exterior como un espejo convexo que pretende engañar los sentidos. Algunos argumentaran que esa fotografía, la que se viste de la banalidad propia de nuestras redes sociales, es eso, una simple irrelevancia que indulta momentáneamente nuestra vacía existencia. Dirán que el discutir su valor estético –y ético- es una necedad, una pérdida de tiempo en este presente dónde esa ilusión resulta ya más valiosa que el oro.
Sin embargo, es imposible desligar la actitud de reproducción cotidiana de nuestra interpretación colectiva de la realidad dónde esas fotos y esos vacíos se generan. Su trivialidad, sin embargo, resulta entonces ser su cualidad más pura. Como mencionaba con anterioridad, dado que esa foto es un mero vehículo de reproducción automática de la realidad, su creación no se acerca nunca al reino de lo sublime. Su generación es sucia, mundana… casi molesta. Es un en síntoma horrible de la pesadez de nuestros tiempos. Ver a un tipo tomar su enorme iPad, levantarlo torpemente durante un concierto y observarlo intentar capturar una mezquina memoria anticipada es, sin duda, una negación de la estética del arte. La experiencia que esa misma persona obtendrá de su fragmento de realidad inerte será igual de intrascendente y con el mismo nivel pobre de significación. La antípoda de un acto creativo. Sin embargo, la imagen existirá y fuera de la realidad inmediata de su desafortunado origen esta podrá contener cualidades para su re-significación.
La imagen se vuelve entonces un terreno fértil para los ojos del artista que la consume. La estética revive en la misma proporción que la fotografía, como nosotros, es consumida. La historia que se desprende de ella es recreada. Su narrativa se vuelve individual y, aunque epistémicamente irrelevante, simula por momentos la significación estética del arte. Lamentablemente esa creación de significado depende la sensibilidad artística del consumidor, un atributo que se mueve en dirección opuesta a la inercia del presente.
¿Qué significa este diagnóstico? ¿Ese momento en el cual la reproducción de la realidad ha perdido su valor y la única condición rescatable viene de la hipotética reinterpretación artística de un consumidor invisible? Observar las implicaciones del párrafo anterior nos acercan, tal vez demasiado, a una metáfora del presente. La interpretación puede entonces volver al nihilismo que le dio origen, o erigirse como un peldaño más en la reinterpretación existencial y la ética que deviene de esa concepción, en apariencia, estética.
Sobre el autor:
Federico I. Compeán R.
Ingeniero mecatrónico, escritor, filósofo y demás otras actividades clasificatorias que hablan poco del individuo y mucho del entorno en el que se desenvuelve.
Su labor reflexiva pretende reposicionar la filosofía como acto y ejercicio de vida; como crítica y acto creativo a la vez.