¿Y tú en qué crees?
Una pregunta que se abre en la infinidad de lo posible. Cada respuesta será más extensa y confusa conforme mayor sea la reflexión de esta –aparentemente simple- cuestión.
Pero abrir esos signos de interrogación implica un ejercicio de vital importancia. Abrir ese cuestionamiento es ejercer un momento de conciencia. Es recuperarse por un instante de la inercia de una existencia incuestionada. Esa es la magia de las preguntas, aquellas propias, personales y contundentes; las que nos despiertan aunque sea por un momento y nos obligan a retroceder la mirada.
Suele decirse que las cosas de las que estamos más seguros son aquellas que no nos cuestionamos; y como en un reclamo de atemporalidad, es precisamente lo que no nos cuestionamos aquello que nos genera mayores sentimientos de engañosa incertidumbre. Suele creerse también que esa seguridad con la que construimos inestables pisos de moralidad y acción –no siempre justificados- es un sentimiento que debe defenderse, pues la convicción de esta es una virtud por sí misma.
A esa confusión, que viene de un mal entendido terrible entre la ética y la moral de nuestra vida, podría achacársele un sinfín de desfiguros, discusiones y conflictos cuya base no es más que el espejismo de nuestra identidad en base a lo que creemos.
Preguntarnos en que creemos entonces va más allá de hacer inventario de nuestros supuestos y presupuestos éticos y epistémicos; sino implica el conocer y adentrarnos en la misma humanidad que la esterilidad de la certidumbre a veces roba de nosotros.
Si al final reemergemos de este proceso sin cambios, prístinos y cristalinos como la más preciosa de las piedras, entenderemos al menos que nuestra voluntad es igual de inamovible y trascendente que las de estos minerales.
Con ese tono comenzamos el nuevo número de Ataraxia en dónde daremos un pequeño paseo por las creencias y delirios de nuestros autores. Nociones conscientes o inconscientes que se leen en sus temas, en sus letras y en todo aquello que no está escrito pero si expresado.