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Crisis, críticas, economía y sinsentido

March 22, 2014 Federico I. Compeán

“La lucidez es un don y es un castigo, está todo en la palabra, lúcido viene de Lucifer, el arcángel rebelde, el demonio. Pero también se llama Lucifer el lucero del alba, la primera estrella, la más brillante, la última en apagarse. Lúcido viene de Lucifer, y Lucifer viene de Lux y de Fergus que quiere decir el que tiene luz, el que genera luz, el que trae la luz que permite la visión interior, el bien y el mal, todo junto. El placer y el dolor.

La lucidez es dolor y el único placer que uno puede conocer, lo único que se parecerá remotamente a la alegría, será el placer de ser consciente de la propia lucidez, el silencio de la comprensión, el silencio del mero estar, en esto se van los años, en esto se fue la bella alegría animal.”

Alejandra Pizarnik

Por: Federico I. Compeán R.

En esta época de diálogos tan confusos y conceptos tan agotados pareciera que la única forma de expresar un mensaje sincero es sonando pesimista. Sin embargo esta percepción, que considero errada, viene de la ilusión moderna que nos hizo creer hace décadas que teníamos el futuro controlado. Durante generaciones comenzamos a creernos aquel cuento que dictaba una evolución humana (en todo el término de la palabra) como un proceso lineal y ascendente. La tecnología parecía seguir ese patrón y nosotros, embobados en esa misma potencialidad, nos creímos el cuento de hadas de una utopía moderna, futurista y libertaria. Había triunfado la razón.

El posmodernismo, en toda su confusa conceptualización vacía, intentó despertarnos de aquella hipnosis estructurada hacia el miedo y la estabilidad. Se abrieron los discursos por medio de la absurdidad, tan evidente, de un presente realmente detestable. Las contradicciones latentes de nuestra intención de idealidad rebotan diariamente en esa constante manufactura de consentimiento que hoy hace gala de la misma cultura para permanecer en una superficialidad cómoda, inocua e inconsecuente.

No es coincidencia que las imágenes y la comunicación excesiva sean el opio de nuestras mentes más ilustradas; y que así, hundidos en las múltiples facetas de nuestro engañoso mosaico artístico olvidemos la existencia de la marginalidad, el dogmatismo y el fracaso del espíritu humano que, en congruencia con el discurso económico, puede considerarse como global.

Detesto hablar de izquierdas o derechas; de capitalismos, anarquismos, socialismos y demás fenómenos tan vastos, diversos y diferentes que el clasificarlos tan burdamente en las secuelas de discursos con décadas de exhaustiva monotonía se antoja ridículo, burlón y casi demencial. Más, la actualidad no se cansa de golpearme con burlas que desnudan de forma obvia la verdadera crisis de nuestros tiempos.

Tan solo hace falta remitirse a los noticieros internacionales durante los últimos meses para dar cuenta del terrible engaño de racionalidad al que nos sujeta la esclavitud de un presente absurdo. Es sorprendente, cuando se le observa consciente y fríamente, el que podamos proseguir el día a día guiados por nuestras superfluas necesidades burguesas sin percatarnos que la existencia como tal no solo carece de sentido; sino que se empeña en mostrarse como una sátira de todo lo que consideramos sagrado.

Es imposible que se oculten las violaciones sistemáticas de derechos humanos en Corea del Norte, o los padecimientos de las luchas ideológicas en Venezuela. Es inútil ignorar los disturbios en Ucrania y así mismo pretender que en México no se matan periodistas y desaparecen inconformes. Es realmente irrisorio el observar el final de la fiesta olímpica que se llevó a cabo con toda la ironía de una dualidad rusa dolorosa, sorprendente, indignante y llamativa. Y más extraño es el mundo en sí; ese mundo que reacciona con puntos y líneas ante una abrumadora tridimensionalidad de conflictos, antípodas y núcleos de caos. No es patético que todo lo anterior sea tan evidente y el mundo continúe, como si nada, en curso hacia el abismo que lo consume así.

Todo el caos anterior no tiene que ver con un sistema o el otro; con un político o algún grupo particular. No se trata de dictadores, banqueros, revoltosos, estudiantes, narcotraficantes, empresarios, magnates, marginales, refugiados, reaccionaros, terroristas o anarquistas. Se trata de una ilusión violenta de control en un mar de confusión, ignorancia e instintiva agresividad. El mundo detesta ser como es y entonces ¿qué nos queda a nosotros como su reflejo?

Nada de lo anterior detiene al mundo pues el mundo se ha acostumbrado a girar inconsecuentemente. Lo urgente no es comprender esa violencia, ese dolor, esa ira. No nos interesa explicar porque todo se ha vuelto tan inadecuado. Lo que nos mueve y nos despierta en la noche son los pormenores de una logística agraviante de vida. Nos preocupa comer, dormir, disfrutar y embriagarnos. No precisamente en ese orden. No pretendo tratar de elevar aquí alguna prepotente postura que mine la gloriosa calidad natural de las necesidades citadas. Si no hubiese yo pecado de hedonista (asumiendo la tradicional moralidad de religiones serviles) estaría ya vuelto loco; pero es importante el poner en claro que esos móviles son primitivos, básicos y casi instintivos. Excepto claro el emborracharnos, lo cual es más como una voluntad colectiva de adormecer nuestras angustias.

¿Dónde nace entonces la diferencia con aquellos primates que observamos desde arriba? No hay acaso otras necesidades que reivindiquen nuestra condición humana. Incluso el lenguaje se va poco a poco perdiendo en simplificaciones, en imágenes y en símbolos de común interpretación. Una carita feliz, un meme popular, un like insulso y otros hábitos híper-modernos nos remiten al sentido tribal del lenguaje salvaje y homogéneo.

No pretendo remitir alguna tesis primalista que satanice las tecnologías y condene nuestra dependencia de herramientas desarrollados por nuestro indomable intelecto; pero si hay que ser muy cuidadosos de suponer que nuestro desarrollo exponencial de necesidades tecnológicas es sinónimo de alguna pretensión de ascendencia social y/o cultural. Por si no habían dado cuenta, vamos cuesta abajo en una pendiente de sinsentidos. Somos como una oscura bola de nieve, rodeada del tono púrpura del nihilismo destructor.

Hemos tomado la peor parte de la racionalidad; esa que se asume como verdadera y se ignora ante una consciente negación de la lucidez. Huimos de aquellos momentos de verdadera consciencia, de aquella estética que hace vibrar a las almas. Buscamos entonces más bien la anestesia ante la enfermedad de nuestra eternidad. Hay veces que ni siquiera el arte logra redimirnos; y nuestro juicio es tan dispar que ya solo la violencia y la sexualidad despiertan tintes de nuestra esencia sublime. La historia se remite solo como un mito en las películas y documentales; esos que basan su valor en su factor de entretenimiento y el rendimiento monetario que puede obtenerse de él.

La nostalgia, el amor y la melancolía se han vuelto bienes de consumo. Añorar, extrañar y llorar son el aderezo de las imágenes de vida que se venden como productos. El patetismo de nuestra híper-comunicación se hace evidente cuando preferimos la segura y reconfortante distancia del texto cortado en una pantalla de celular al momento extraño e incómodo de encontrar a esos desconocidos que llamamos amigos en un supermercado. 

El amor es hipérbole de sexualidad y auto-indulgencia. Un pasatiempo moderno. Cuando el tiempo nos alcanza y las tradiciones no cuestionadas comienzan a pesar sobre nosotros entonces nos precipitamos a instituciones caducas e infértiles para hundir en el tiempo el sentir colectivo de desilusión que produce el arrejuntamiento de individuos huecos con voluntades muertas.

La premonición de un futuro gris, frío y con reflejos de cromo se ha vuelto un sueño oscuro de realidad. La memoria es la historia de nuestro apego a discursos exhaustos y promesas incumplidas de un presente con potencial infinito. Podíamos ser todo y día con día elegimos ser nada. Pero, qué sucedería si todos renunciáramos a estos espejismos; si el letargo se transformara en delirio de divinidad. Si nos transformáramos, cada uno, a través de ese divino absurdo, en Lucifer. ¿Qué pasaría si todos renunciáramos a la certeza de un futuro encasillado en caminos de intrascendencia? ¿Qué sería del mundo si volviéramos a la ira, a la iluminación, al arder de las almas que pretenden re-significar su existencia desde el vacío? ¿Cuándo fue que caímos tan profundamente en este abismo de sueños y oscuridad?

Es imposible pedirle el Santo Grial a un niño y esperar que lo encuentre dónde todos aquellos valientes caballeros fallaron al buscarlo. Sea por fuego, por sombras o por el brillo de la luna, las revelaciones que dan cabida a la realización de insignificancia son cada vez más efímeras y fortuitas en esta generación. ¿A quién culpar, entonces, de nuestro precipitar a la nada? ¿A quién cobraremos la factura de nuestra embriagante y oscura noche en el bar de los reflejos huecos? ¿Acaso nuestra naturaleza histórica dicta este árido destino? Puede que todo lo anterior sean solo señales saludables del ocaso de una consciencia que solamente se ha asumido como colectiva en el curso hacia la objetivación de la  voluntad de vivir.

Esa voluntad, ese manifiesto de existencia; es la esperanza de un móvil redentor de nuestra vanidosa humanidad. No podemos todos renunciar al mismo tiempo, pues él también se nos presenta como un demonio con rostro de mujer; pero si vale la pena ir repensando la vida como totalidad y no como antecedente a una grandielocuente eternidad fundida en nuestros deseos más superficiales. El cielo es aún más irreal que nuestra racionalidad.

Hace falta recuperar el sentido de urgencia. No aquel que nos tiene atados a las manecillas de un artefacto impreciso; sino esa urgencia de librarnos de la desesperación del vacío de una existencia insignificante. Y no porque lo anterior sea posible; sino porque es solo mediante el desesperar profundo que pueden surgir cosas interesantes en el campo de nuestra interpretación existencial.

Es ahí donde roza lo lógico, lo místico y lo divino. Es la interpolación entre el cuestionar congruente y la epifanía del sentir individual que retomamos la conexión con aquel abismo de absurdidad que muchos antes que yo han descrito con mayor claridad. Precisamente ahí, en las profundidades de nuestro ser, en los sofocantes bosques de nuestro interior, en aquellas cavernas oscuras, húmedas y peligrosas de nuestro limitado pensar consciente; ahí donde habitan los monstruos de nuestra irracionalidad, de nuestros miedos y nuestras pasiones animales; ahí dónde se escuchan con claridad el eco de lo fantasmas y la voz seductora de la muerte; ahí en esos escondrijos a los que se tiene que ir solo por miedo a despertar a los esqueletos de memorias aterradoras y vergonzosas; ahí, en la más densa oscuridad, es dónde se encuentra el sentir colectivo y la inmanencia propia; aquella que no niega la falta de sentido en el Universo; pero que entiende la vida como un manifiesto de intención, una voluntad fuertísima, vólatil y bella de hacer vida, hacer existencia y ejercer la lucidez que ya solo se observa en los cometas que se auto-destruyen en su desfilar por la galaxia.

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El eterno retorno a lo absurdo (y otras ironías)

March 22, 2014 Federico I. Compeán

Por: Federico I. Compeán R.

La absurdidad es algo irremediablemente mío y nuestro; pues en su constante ironía, lo absurdo es  la percepción que proviene del despertar, del cuestionar y del dar cuenta de lo elusivo del sentido y de la obviedad de los vacíos en su cotidiana profundidad.

Dicha absurdidad puede desencadenar, como lo comenta Camus, en suicidio o res-establecimiento; pero se encuentra lejos de ser una condición meramente dual. Es producto y productora de una angustia, de una inquietud que puede progresar en desesperación y desasosiego. Es, como bien decía Kierkegaard, el reclamo que la eternidad tiene sobre el hombre; en el sentido de la conciencia que tenemos de nuestra propia existencia. Y entre más profundo y despierto sea ese caminar a través de ese mundano día a día; más prominente se volverá ese manifiesto de ansiedad el cual puede o no traducirse en un pánico, aversión o simple renuncia al tedio de la vida.

Sin embargo, considero que esa misma angustia puede ser potencial y móvil creativo. El aceptar el absurdo y la inquietud existencial que viene de él es combustible, también, para una labor de conciliación entre el todo y la nada; entre la insignificancia y la virtud del re-significar la existencia sin desafiar la absurdidad; pero siendo partícipe consciente de ella. Pues al fin, lo absurdo es el todo, pero nosotros, como fragmentos, podemos escapar a esa totalidad y re-significar nuestra angustia en potencial creativo, reflexivo o de acción; pues por más ilusorio que resulte, la decisión la ejercemos en un espejismo insoluble de aparente libertad.

Como enfatiza Camus, el absurdo es evidente; sin embargo sus consecuencias, entendidas como la potencialidad individual que cada quién obtiene de esta realización, no lo son. Entiéndase entonces esta contradicción, en el cual el sinsentido se nutre le la incógnita y curiosidad que el hombre tiene por el hombre; incertidumbre misma que normalmente guía poco a poco al abismo de la realización de insignificancia; pero que en esa misma oscuridad motiva la exploración y la esperanza de observar lo que hay en el fondo, no del abismo, sino del individuo consciente.

¿Cómo es entonces, que mediante la precipitación de una caída personal podremos comprender generalidades de una naturaleza inexistente? ¿O es acaso la comprensión propia suficiente redención de la obviedad del absurdo de este mundo? Si esa realización es tan general, tan obvia y elocuente; en dónde radica la multiplicidad de respuestas, teóricas e instrumentales, a la carencia de sentido en la existencia razonada, consciente y transitoria. Es verdad que muchos responderán bajo el mismo suplicio del estupor ignorante; mientras que otros (como yo lo hago a veces) justificarán la afrenta como el reclamo de una eternidad real en la cual nuestro efímero caminar es si acaso un mero escape, una pausa dentro de nuestra pertenencia al todo.

A manera de un torbellino curioso y silencioso damos cuenta entonces de una cascada de contradicciones e incoherencias que se responden así mismas en una satírica congruencia, muchas veces devastadora. Devenimos entonces en lo absurdo nuevamente, como el caminar en una montaña rusa sin fin; o en una referencia más apropiada y alegórica, nos encontramos bajo el mismo castigo de Sísifo al que Camus hace referencia cuando nos describe los muros de esta absurdidad. 

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Contrahistoria

March 22, 2014 Revista Ataraxia

-Fragmento de "Las sabidurías de la antigüedad, contrahistoria de la filosofía, I" de Michel Onfray

La escritura de los vencedores. Se podría continuar con la lista de nombres ilustres, todos los cuales dan testimonio en el mismo sentido: la escritura de la historia de la filosofía griega es platónica. Ampliemos el marco: la historiografía dominante en el Occidente liberal es platónica. Así como en el imperio soviético del siglo pasado se escribía la historia (de la filosofía) desde el único punto de vista marxista-leninista, así también en nuestra vieja Europa los anales de la disciplina filosófica responden al punto de vista idealista. Consciente o inconscientemente.

Así como un error o una distorsión de la realidad que se repite diez, cien, mil veces, se convierte en verdad (y más aún cuando su enunciación proviene de los grandes, los poderosos, las autoridades oficiales, las instituciones), este tipo de mentiras piadosas se encubre bajo un manto de certeza definitiva. Esta transfiguración del interés político de las civilizaciones judeocristianas –que celebran lo que las legitima y las justifica- constituye la razón de Estado de la institución filosófica.

Así las cosas, Platón reina como maestro, pues el idealismo, al inducir a confusión entre la mitología y la filosofía, da ocasión para justificar el mundo tal como es, para invitar a alejarse de la vida terrenal, de este mundo, de la materia de la realidad, en beneficio de las ficciones con las que se amasan esas historias para niños a lo que en última instancia se reducen todas las religiones: un cielo de ideas puras fuera del tiempo, de la entropía, de los hombres, de la historia, esto es, un trasmundo poblado de sueño a los que se atribuye más realidad que a lo real de la encarnación, una posibilidad para el Homo sapiens que consagra escrupulosamente todo su ciclo vital a morir en vida, a conocer la felicidad angelical de un destino post mortem, y otras necedades que conforman una visión mitológica del mundo en la que todavía hoy mucha gente permanece atrapada.

Las historias de la filosofía se despliegan para mostrar la riqueza de las variaciones sobre el tema del idealismo. Olvidan que el problema no reside en la variación, sino en la eterna repetición del antiguo estribillo musical del tema. Es verdad que Platón no es Descartes, ni éste es Kant, pero los tres, al repetirse veinte siglos de mercado idealista, monopolizan la filosofía, ocupan todo su espacio y no dejan nada al adversario, ni siquiera las migajas. El idealismo, la filosofía de los vencedores desde el triunfo oficial del cristianismo convertido en pensamiento de Estado -¡cuánta razón tenía Nietzsche en presentar el cristianismo como un platonismo para uso de la plebe!-, pasa tradicionalmente por ser la única filosofía digna de este nombre.

Hegel, el furriel de este mundo, dedica una energía desenfrenada a afirmar en sus Lecciones sobre historia de la filosofía, dictadas en la universidad –el lugar más ad hoc-, que filosofía solo hay una (¡la suya, evidentemente!), que todas las anteriores fueron su preparación, pues se desarrollaron orgánicamente según un plan -¡una especie de filodicea!-, y que esta construcción afirma la omnipotencia de la razón en la Historia, ciertamente, por Razón se superpone también a otros términos, como Concepto, Idea o… ¡Dios! La filosofía, confiscada desde el idealismo alemán por la Universidad, el Templo de la Razón hegeliana, pasa la mayor parte del tiempo por ser una “ciencia de la lógica”.

La gente bien situada no tiene nada que temer respecto de la supervivencia de su próspero mundo; después de Pitágoras, el Fedón de Platón le enseña la inmortalidad del alma, el odio al cuerpo, la excelencia de la muerte, la aversión a los deseos, los placeres, las pasiones, la libido, la vida; La ciudad de Dios repite hasta la náusea el mismo odio al mundo real en nombre, por supuesto, de un Dios de amor y de misericordia; y no esperemos que la Suma teológica de (Santo) Tomás de Aquino enseñe otra cosa; los Pensamientos de Pascal nadan en aguas igualmente turbias; lo mismo vale para Descartes o Malebranche; la Crítica de la razón práctica defiende ideas parecidas, aunque reformuladas en la escolástica trascendental de los “postulados de la razón práctica”, etc. La gente bien educada, héroes y heraldos de la historiografía dominante, iconos de los programas oficiales, rompecabezas preferidos de los aspirantes al doctorado en filosofía o de los que anhelan ser catedráticos y gozar de buena reputación oficial, ese ganado, objetivo de caza de la lista de autores de programa, ¡en la práctica no pone en peligro el mundo tal como está!

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